Boceto para un Mandala

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ÍNDICE

 

I-  Irene. Primer círculo: el éter

 

II-  Azul. Segundo círculo: el aire

 

III- Las I-threes. Tercer círculo: el fuego

 

IV-  Retrospectiva. Cuarto círculo: el agua

 

V-  Perspectiva. Quinto círculo: la tierra

 

VI-  Las misiones. Cuatro puertas

   Puerta negra: Edson

   Puerta roja: Izaura

   Puerta amarilla: Azul

   Puerta blanca: Dylan

 

VII- A felicidade. Primer recinto por la puerta

   blanca: el cuerpo

 

VIII- El océano. Segundo recinto por la puerta

   roja: el lenguaje

 

IX-  Mil años hace. Tercer recinto por la puerta

   amarilla: la realidad mental

 

X-  El montaje. Cuarto recinto por la puerta

   negra: la realidad primordial

 

XI-  Alcazaba. Quinto recinto por cuatro puertas

   más: la serenidad suprema

 

XII- El mandala circular. Llegada santuario de la

   divinidad Kalachakra

 

 

«No se debe tratar de entender la historia de la civilización occidental a menos que se comprenda toda la historia que se da entre el lapso existente entre uno y otro parpadeo. La historia existe ahora». (Marvin Garson)

 

 «Así, por la escritura bajo al volcán, me acerco a las Madres, me conecto con el centro —sea lo que sea—. Escribir es dibujar mi Mandala y a la vez recorrerlo, inventar la purificación, purificándose». (Julio Cortázar)

 

«Y es bien cierto, por supuesto, que nosotros no podemos escapar de la historia, puesto que estamos sumergidos hasta el cuello en ella. Pero se puede pretender luchar en la historia para preservar esa parte del hombre  que no pertenece a ella». (Albert Camús)

 

«No hay nada escrito, Shamael...; nada que no se pueda escribir otra vez». (Corto Maltés)

 

 

I# Irene

PRIMER CÍRCULO: EL ÉTER

 

                                                                                                   1

El martes me levanto y dispongo de poco más de quince horas de lucidez. El miércoles lo mismo. El jueves también. El domingo o el lunes ya está, quizás ya no me levanto más. Así me plantearon las cosas; así lo vivió y lo murió mi abuelo por no sé qué del corazón y así lo vivió y lo murió mi mejor amiga de los catorce años por no sé qué de la médula. Y por ahora de nadie sé, que, a la larga o a la corta, tenga no sé qué perspectivas no demasiado diferentes.

El viernes me levanto muy temprano para ver el amanecer desde la ventana. Me pongo el solerito, arreglo el jardín y disfruto del sol desde temprano, como sentí que disfrutaban de él las lagartijas que había conocido y observado obsesivamente desde mi niñez. Al mediodía, cuando el sol ya está demasiado fuerte, me quito el solero en el jardín y las bragas adentro, en la cocina. Me tomo un buen trago de agua mineral helada y me doy una duchita. Después duermo la siesta y me estiro un poco sobre las baldosas frías y pegajosas al contacto de mi piel.

Hay un cielo hermoso de abril. Realmente: hay celestes, grises, blancos, rosas, azules intensos, y franjas de nubes que se mueven presurosas hacia el oeste. «El mundo de los hombres es demasiado fabuloso e intrincado —me maúlla Stevens—, fabuloso como quien maúlla fabulado, intrincado como quien maúlla intrincoso».

Le sirvo su merienda de carne picada y jugo de ubre.

«No mezclarás el cabrito con la leche de su madre» —ordena desde la escritura del Levítico la divinidad de una tribu—. Por suerte, Stevens adoraba ya por aquel entonces a los dioses de sus vecinos egipcios, que también lo adoraban a él, completando así el círculo perfecto que, en principio, supone la mutua adoración.

Stevens me agradece la merienda frotándose contra mis piernas.

Él es el único que sabe que ya no quiero combatir más contra la gente ni dejar de estar sola todo el tiempo que lo necesite; que ya no quiero ser marplatense ni ecologista ni de izquierda ni nada; que ya no quiero ser catalogada de ningún modo ni tampoco saber qué es lo que anda haciendo la gente cuando no está conmigo. En ese sentido Stevens es como yo: no quiere preguntar ni averiguar nada, prefiere que los demás le hablen de lo que tienen ganas y si no tienen ganas de hablarle de nada, Stevens prefiere entonces disfrutar de sus silencios. Cuando las palabras sobran, afila sus uñas Stevens, que deja ahora un rato de merendar para contarles esto...

«Que Irene no quiere tener que explicar ni excusarse ni defenderse ni demostrar nada, que no quiere que nadie espere nada de ella ni esperar nada de los demás; que ni siquiera quiere iluminarse y andar iluminada por ahí como andan los budas; que ya no quiere criticar los hologramas que hacen sus alumnos del taller que ahora arma en la habitación de acá al lado, donde están mis sillones favoritos, los que justamente uso para afilarme las uñas; que sólo quiere tener la mente vacía, mucha paz interior y energía en el cuerpo, soledad, libertad, intimidad; que ya no quiere viajar ni seguir llamándose Irene ni erradicar la culpa que el Ruso siente por todo, ni la neurosis que le agarró a Lucas desde que la conoció, ni darle consejos a Iulia ni ser un baluarte de la estética ni del esfuerzo por lograr los objetivos importantes de la vida. A Irene, mi humana, si le diesen la oportunidad para la próxima reencarnación, elegiría ser tan serena e inteligente como yo.

Los deseos de Irene como humana, hasta ahora, se parecen a las definiciones que ellos mismos dieron de su Dios: no se sabe qué es, pero sí todo lo que no.

¿Qué es lo que Irene sí quiere? Irene sólo quiere mirar cómo se mueve el agua salada sin nada en la mente que la distraiga; o venir para acá, donde la dejo pasar la noche, y escuchar música proveniente del Atlántico Sur, no contestar el teléfono; mirarlo en silencio al nuevo de rulos o sentir cómo baila Iza en el jardín, charlar por teléfono con Iuli sin aconsejar, y reírse de todo; tener algo de porro en el cajón, un novio secreto en la ciudad y, por supuesto, lo más importante de todo: tratar que yo le preste atención y me deje rascar la barbilla y juegue un ratito con ella.»

            —Gracias Stevens, por tal capacidad de síntesis.

Ya cuando el sol baja un poco, a eso de las cinco y pico de la tarde, de vuelta me pongo el solero encima y me dedico a lavar algo de ropa a mano, fregándola contra la tabla y estrujándola. Después la cuelgo, tranquila, y decido no avisarle a nadie que hoy falté al trabajo, así puedo estar por fin, en serio, un día entero sola.

 «Yo siempre le digo a Barbieri, el atigrado de la otra cuadra, que Irene, mi humana, es neurasténica, casi gatuna.»

 Gracias de nuevo Stevens, pero ahora sigo yo.

Sacudo la sábana mojada con un broche entre los dientes, mientras mantengo las dos manos bien abiertas, como un espantapájaros. El agua se apelotona en la parte baja de la tela, prometedoramente blanca. ¡Y aprieto ahí con fuerza! Desde el tender, las últimas gotas caen sobre las baldosas color ladrillo del balcón. Los jazmines de la maceta de barro le regalan su olor a la cuadra, allá abajo, detrás y debajo de la reja negra, echando de menos las clavelinas rojas que ya están trasplantadas por mí en el jardín; y el viento, golpeando ruidosamente contra la ropa colgada, asusta a los pájaros con mucha mayor efectividad que yo con los brazos abiertos.

«Perdón, pero esto es importante y ella no lo va a decir: a la lista donde había anotado todas las cosas que tenía que hacer durante el día, ahora mismo Irene la está haciendo un bollito mientras pone cara de basquetbolista. «Ya está —le maúllo yo—. Al tacho de basura. ¡Bien hecho! Si hay que hacer algo realmente importante, seguramente no te lo vas a olvidar porque no esté anotado en algún lado. Estas listas ridículas sólo te sirven para distraerte de lo que realmente querés hacer, o no hacer. Eso sólo»

            —¿Sabés lo que pasa, Stevens? Lo más difícil de este método desagendizado que vos me maullás no es hacer las cosas apenas las pienso, sino pensarlas a tiempo.

 

                                                                                                   2

Viajando desde alguna región, de pronto el éter lo cubre todo. Golpea a la puerta, atraviesa las rejas, la ropa colgada en el tender, la membrana de mi cuerpo, las paredes. Me acaricia los brazos y el cuello. Su energía sin masa lo cubre todo, llena los espacios intermoleculares, como los colores actuales sobre el mundo de hace un siglo, escaneado de un libro de fotos antiguas.

Golpean a la puerta, más fuerte que antes. ¿El éter que insiste? No. Parecen nudillos humanos.

Bajo a abrir. Es Dylan que pasa por casa sin haber avisado y que me regala un ramillete de las mismas clavelinas rojo intenso que yo estuve trasplantando desde temprano. Dice que las compró en el vivero del mercado y yo le sigo el juego, sonrío, y comento lo lindas que son, mientras las pongo en una botella de vino San Felipe previamente bebida, y posteriormente lavada y desetiquetada.

Ésta es la primera vez que Dylan viene por casa. Y la cuarta que lo veo en toda mi vida. La tercera vez fue hace unos días en la casa de Yamila, durante una fiesta. La segunda vez fue antes de año nuevo, cuando yo estaba en la oficina y él salió imprevistamente del despacho del director con cara de no haber conseguido lo que quería. Esa vez me esperó en el café de la esquina y fue la única vez que curtimos. Lo había conocí durante el Festival de Cine del año pasado en la puerta de una de las salas.

Ahora mira toda mi casa como buscando algo misterioso en la decoración, y no toma ni una gota del vino que le sirvo. Algunas veces se distrae. Yo me mantengo todo el tiempo de muy buen humor y le agradezco en silencio por haberme traído, revoloteando entre esos rulos, la paz que hacía unos días que no encontraba y así, charlando de cualquier cosa, le comento lo lindo que sería estar juntos en Alaska.

            —¿Alaska la colonia americana? ¿Todavía podéis viajar hasta allí en avión?

Y bueno... nadie es perfecto. Dylan por momentos hace preguntas y comentarios bastante estúpidos, por no hablar de esos verbos del castellano antiguo que usa tan mal en el medio de las frases.

            —Más bien, boludo, que se puede. Además yo no hablé de viajar, sino de estar ahí. Odio viajar. A mí me gusta estar.

Dylan se queda pensando, ensimismado. «Mala señal» —murmura.

Tiene rulos castaños y algún origen norteamericano, eslavo o judío, de ojos verdes, a veces, y a veces entre verdes y grises. Me hace acordar a un leoncito joven que una vez vimos con Iza en el zoológico de La Plata. Sólo por esto, por despertarme este recuerdo, es que me muero de ganas de acariciarlo y de dejarlo entrar en mí; pero yo a los gatos los conozco bien, grandes o chiquitos; y entonces al tema del leoncito mejor ni lo toco: éste es de la raza de esos pibes orgullosos que no soportan que los quieran por lo que no son sino por lo que parecen.

Oliendo mi pensamiento sobre los gatos y molesto por los «fffffhh» largos que le hace Stevens, el pekinés del jardín vecino empieza a ladrar como endemoniado desde atrás de la reja oxidada.

            —¡Qué quilombo que está haciendo ese perro, por Dios!

            —Eso no es un perro. Así como están los leones y los gatos —contesta él, escuchando mi pensamiento anterior y aludiendo groseramente a él, abriendo las manos, cerrándolas, repitiendo el gesto—; así como están los cocodrilos y las lagartijas, las víboras y las lombrices, los árboles y las plantas; así están también los perros y «eso». Son dos especies distintas.

Dylan no habla en ningún momento acerca de su trabajo ni de lo que anduvo haciendo en los últimos días, ni da excusas por no haber dado señales de vida desde la fiesta de Yami ni intenta resolver mis problemas ni imponer su punto de vista en nada ni que le dé tampoco la razón a él en algo. Sus temas de conversación giran siempre en torno a cosas vagas e imprecisas como ser pedazos de frases, reversos y colores que vio alguna vez en postales o en poesías, recuerdos de viejos linyeras que conoció durante sus viajes, olores que dice que va descubriendo en mi piel, propiedades y coloraciones, tonalidades que encuentra en los objetos y en los sonidos.

Todo el resto de la tarde nos quedamos así juntos. Curtimos, nos besamos, me quita el solero (en ese orden) y compartimos lo que nos queda de sol, de buen humor, de porro y de pensamientos.

            —Si hacemos las cosas bien y fumamos, se nos despiertan buenos pensamientos. Si hacemos las cosas mal y fumamos, se nos despiertan malos pensamientos. Si hacemos lo que hace la mayoría y fumamos, no entendemos casi nada. Si no hacemos casi nada y fumamos, entendemos lo que hace la mayoría.

Yo y mis esquemitas sencillos. Dylan propone, con una sonrisa silenciosa, que también compartamos los silencios. En Oriente, según dice, esto se llamaría darshan, la participación de la presencia del otro en silencio en vez del ahogo en la charlatanería.

            —Menelao cuenta que Proteo, el viejo dios del mar, busca transformarse en mil modos diversos para huir, pero que al fin se rinde, diciéndonos lo que debemos hacer para regresar a la Patria. Proteo es el silencio; si insistimos en él, llegamos a nosotros mismos. El jabalí, el dragón, el agua, el árbol en que se transforma; son los pensamientos, volátiles, tramposos, queriendo acaparar la totalidad en el éter, donde resuenan todas las acciones del universo —le digo—. Y esto, es lo último que digo.

«Acústica de una atmósfera rellena de las inacabables actividades del pensamiento» —pienso—. Y esto, es lo último que pienso.

 

                                                                                                   3

             —¿Y, nene? ¿No pensás acabar nunca?

             —No, está bien. Ya acabé varias veces. Cuando vos estéis cansada, avisadme.

Irene no sabe por qué le gusta tanto refregarse contra Dylan, pero toda la situación le hace sentir cosas como música de Bach, sol, ejercicio, viento, transpiración, cuencas oceánicas que se llenan de agua dulce y de peces de piel pegajosa. Se sienta en la cama y lo atrae para sí, le saborea el sexo. Dylan apoya un brazo en su hombro. Se vuelven a sacar la ropa que se acababan de poner, una vez cada uno una prenda del otro. Rápido. Luego vuelven a empezar.

No es ni Dylan ni ella. Es la mezcla entre los dos.

A la noche, después de que Ire hubo acabado varias veces y Dylan también, sin eyaculaciones a la vista, al tacto, ni al paladar, se quedaron horas y horas abrazados, sin poder pensar en nada, ni siquiera en cosas ardientes o románticas.

Irene hace el esfuerzo: la eyaculación masculina le resulta ambivalente. «Es una energía de doble filo» —decide—. Hace otro esfuerzo: «Dylan es un fetichista». La vistió y la desvistió varias veces y de varias formas. Ahora con jumper y portaligas, ahora con esos tacos de puta, ahora de Cleopatra... Le contó ciento cincuenta y nueve lunares. Esas pavadas que hacen los hombres. Irene quiere pensar, pero la vence el sueño. Dylan hace el esfuerzo: «Es una cara hermosa la de Irene cuando él la zarandea, medio de turbación, medio de placer». Es hermosa porque en ella se siente reflejada su potencia, la de Dylan, su forma de incidir en el mundo. Le contó ciento cincuenta y nueve lunares. Esa va a ser la cantidad de días que se quedará en Mar del Plata. Dylan quiere pensar, pero ya perdió la costumbre.

Le viene otra erección. Al parecer, lo único que se las trae es tener en la cama a una mujer y en la mente nada, pero nada de nada. Considera la posibilidad de aprovecharse de Irene mientras ella duerme. Desiste sin saber muy bien por qué. Se levanta, abre la puerta de la heladera y exprime unas naranjas. No se desespera ni les confiesa su amor ni nada. Sólo disfruta de ellas. No sólo de su sexo, sino de todo ellas, enteritas. Les pasa los dientes entre el pellejo y la pulpa, les saca todo el jugo que puede. Las naranjas agradecidas. Stevens finge que duerme en su sillón favorito y Dylan se sienta en el de enfrente sin molestarlo. Mirándolo bien, es igual que él: curioso, alerta, frugal, apenas un poco más chico de tamaño, los dos concentrados y ahorrando energía todo el tiempo, mirándose fijo en la oscuridad y evitando los movimientos bruscos, ronroneando para reconfortarse a sí mismos y adaptándose lo más bien a un entorno urbano que les resulta tan ajeno como fascinante.

Dylan y Stevens estiran sus músculos y respiran profundo.

Hay que empezar los días ya buscando paz y no otras cosas, porque sólo de la paz profunda nace todo lo demás que vale la pena: el sexo, la risa, la caza, los juegos... De lo contrario, son sólo cuatro formas más de intentar escaparse, de apostar a días menos plenos que segunda columna. Esas parejas, actitudes, actividades, diversiones que no nacen de la paz del cuerpo les aterran, huelen mal como la comida del pekinés de al lado, vibran demasiado pesadamente como la masa que el éter no contiene.

Salen de la habitación de los sillones a buscar a sus compañeras. Después, Irene y Dylan están tirados, desnudos, en la cama de la casa de ella. Son las cinco y media de la mañana del sábado. Se miran, los dos echados de costado y mirándose de frente. Dylan la despertó con su presencia cuando fue a meterse adentro, de la cama. Irene le habla bajito de cosas sin sentido mientras duda entre seguir demandándole atención o girar para quedarse mirando el techo. Le molesta el brazo sobre el que está apoyada. A veces le gustaría poder sacárselo y a la mañana volvérselo a poner, como si fueran los de una muñeca articulable. Desde la ventana se oye i-iiii-ii-iiii-i-iiii-ii-iiii-i...

            —¡Que desubicados! —comenta ella en voz muy baja— ¡Mirá que ponerse a joder con la impresora de matriz a punto a las cinco de la mañana!

Dylan hace un giro de noventa grados. Agarra la botella de agua del piso, le da un buen trago y se la pasa. Hace calor y está húmedo. Le acaricia el vientre y le contesta:

            —Mujer alienada: eso es un grillo.

Después se duerme, Dylan, y ella se queda despierta, buscando algo en su pasado y en la historia universal. Irene siente que ya no tiene sentido buscar más y más nuevas cosas.

Si su vida, si la vida de la humanidad en su conjunto, tiene una meta, un punto de llegada, éste punto queda al final de un sendero del que se desviaron en algún momento de sus recorridos.

 

                                                                                                   4

A la tarde sucede algo extraño: uno de los profesores de la pileta, un tipo medio pesado que siempre busca darme charla cuando tengo que pasar por el pasillo para ir a ducharme, pasa también de visita por casa. De casualidad, también me regala un ramo del mismo grupo de clavelinas rojas del canterito de donde Dylan había arrancado las que me regaló ayer. Yo sigo de buen humor, de modo que mi humor no puede ser para nada el motivo de que reaccione tan mal: se me transforma la cara, no agarro las flores y le pregunto en voz muy alta si se piensa que yo soy pelotuda, que si le divierte que haya estado todo el fin de semana arreglando el jardín para que venga él y, así nomás, «así porque si» —digo—, me arranque las clavelinas.

Cuando el tipo se va, bastante peor de cómo llegó, decido dedicar un momento para reflexionar sobre el motivo por el que reaccioné tan mal después de haber reaccionado tan bien ayer por el mismo motivo. A mí me gusta la limpieza. Amo la limpieza. No disfruto de la mugre ni en las cocinas ni en las habitaciones ni en las calles ni en la naturaleza ni en las relaciones humanas ni en el cuerpo, pero donde no la puedo soportar, bajo ninguna circunstancia, es en la mente. A mí me gusta pensar bien, por eso ya hace tiempo decidí pensar poco.

Justo llama por teléfono Iulia y me olvido del asunto en que quiero pensar sobre Dylan y las clavelinas, sobre las clavelinas y el profesor de la pileta...

            —¿Fer?

            —Sí. Tu hermano, nena ¿Quién va a ser? «¿Y no te jode? —le pregunto tratando de levantármelo y quedármelo para mí— que Yamila ande además con Edson, así, desde tan chiquitos y todo». «No —me contesta él—, siempre fue así: desde que nací que estoy acostumbrado a compartir y a competir con otro por el amor de la misma mujer; primero con Ire por el de mi vieja, ahora con el africano por el de Yamila. Si no fuese así de entrada, creo que de algún modo lo generaría: me buscaría una mujer casada, una lesbiana que esté en pareja, lo que fuera...»

            —Hablando de ese trío de dadaístas, Iuli: ¿Te contó Fer que con Edson y Yami tienen pensado montar una velada que sea tan interesante y tan larga que por no perderse como va a continuar, la gente comience a faltar a sus trabajos hasta que se desestabilice, de este modo, el sistema capitalista?

            —¿Yami le decís? ¡Qué confianza! Es una perra hija de puta. Mirá: yo cada vez que ando con dos pibes se me hace un despelote bárbaro. Ella no, anda con los dos de acá para allá. Es tan puta que no me extrañaría que se coja a los dos al mismo tiempo.

            —No te creas que la tiene tan sencilla. Esa mina es una enroscada. La primer palabra que escribió, a los cuatro o cinco años de edad, no fue «mamá» ni «oso» ni «casa»... sino «Schopenhauer», así, sin faltas de ortografía... bueno, ¿qué más?

            —¿Qué más qué?

            —¿Qué más te dijo? Si no te contó lo de la velada es porque algún otro dadaísmo tendrá en mente.

            —Nada, que a éste asunto de contar nuestra historia como si estuviera dentro de un Mandala, que parece que que es lo que en realidad sucede, decidió montarlo así, con una multitud de voces, tiempos históricos, cortes y quebradas; para que nadie se haga cargo de la omnipotencia de ser el único con derecho a contar la historia.

            —¿Y en la práctica cómo sería?

            —«No más Ibáñez ni Astolfi ni Enciclopedia Larousse —me dijo—. De acá en más aborígenes de la selva, incas, españoles, criollos, negros, unitarios, federales, conservadores, radicales, socialistas, anarquistas, peronistas, milicos, detenidos-desaparecidos, neoliberales y globalifóbicos a escena. Recién hablaron Stevens, mi hermana Irene y el tarado de rulos que se la anda curtiendo; ahora Julia te toca a vos, después no sé. Al otro le toca esta vez leer, algún otro día escribe o, como yo, edita por azar o intuición todo lo que escribieron los demás. Todos tenemos nuestra historia para contar, o la historia de otro a nuestro modo».

            —O sea que de Merce Cunningham a esta parte, nadie inventó nada.

            —Exacto, gitana, exacto. Bueno, te dejo porque ya está por empezar la pelea del Tito Trinidad por la tele, y si me descuido Dago va y pone la telenovela colombiana.

            —¿Pára qué mirás tanto boxeo, Iuli?

            —Para aprender

            —¿A qué? ¿A cagarte a piñas?

            —No. A llegar parada hasta el final.

            —Bueno, chau. Te veo el viernes con la mochila en la terminal de autobuses.

A continuación cortó el teléfono y acomodo en el jarrón las clavelinas rojas que Dylan me regaló. Están hermosas. Las que me regaló el profe me dan bronca, mucha bronca. Después de todo: el tipo no considera que estuve todo el fin de semana arreglando el jardín. Tras ello, me pregunto cómo imagina mi hermano que nosotros, humildes marplatenses del fines del siglo xx, podríamos hacer para construir un mandala que toque y altere el núcleo mismo de la historia de la humanidad.

 

                                                                                                    5

Irene es nadadora amateur y trabaja dando un taller de hologramas. Yamila debe ser actriz porno o filósofa, no lo sé. Edson se desempeña como jardinero. Fernando es montajista dadá. Iza bailarina. Dylan posa de monje budista pero en realidad trabaja de empresario sin fines de lucro. Yo empecé un par de carreras universitarias pero ya las largué. Ando con dos tipos, Diego y Dago, y en realidad me llamo Julia, pero Irene e Izaura me cambiaron la inicial del nombre para poder pasar a formar parte de las I-threes. Pero bueno, no me pusieron acá para hablar de mí, por mucho que lo prefiera.

Bah, igual algo puedo contar: hay una imagen de esa fiesta que no me la puedo borrar, porque al mismo tiempo ví tres caras: la de Dago que seguía hablando conmigo y tratando de meterme mano como si nada; la de Diego, dos metros atrás, que se empezaba a dar cuenta de que el que estaba hablando conmigo y tratando de meterme mano como si nada era Dago; la de Irene, atrás de los dos, que ya había comprendido todo y me hacía una mueca burlona.

Ya sé, ya sé... en este primer círculo del Mandala me corresoponde hablar de Ire. Retomo: esta vez, en la fiesta de Yamila, Irene había vuelto a ver a Dylan por segunda vez, después de lo de la puerta del cine. Al parecer, el tipo era amigo o conocido de alguna parte de Edson, el novio negro de Yamila, que también tiene un novio blanco que es Fer, que por otro lado es el hermano de Irene y el que me gusta a mí.

Yo soy profundamente cristiana y el viernes santo en la fiesta, como es mi costumbre los viernes santos, me lamenté por la muerte de Jesucristo. «A Jesús lo maté yo —dijo Diego acostumbradamente borracho—; porque todos los barbudos son unos forros». Un rato después llegó Dago. Cuando me vio charlando con Irene y con el pibe de rulitos, hizo una mueca con la nariz y se rascó la barba.

Sí, ya sé: lo que tengo que contar es lo que pasó en la fiesta con Irene. Ahí va: Irene había ido a la fiesta con el Ruso. La reconciliación parecía imposible y el Ruso tampoco colaboraba demasiado. Y aunque a Irene le hubiese gustado irse a tomar algo con Dylan y seguir charlando, subió con el Ruso a un taxi, le dio un rápido beso y bajó sola a una cuadra y media de su casa.

Irene, si entra a una fiesta con un chico, se va siempre con él, aunque más no sea para que él la acompañe a la esquina a tomarse un taxi. Si tiene ganas de conocer a un chico nuevo, va sola o con nosotras dos, porque sabe que entrar a una fiesta con un chico y salir de ahí con otro es cosa de putita histérica con la que una se gana tanto el desprecio del chico con el que entró, como el del chico con el que salió.

Yo les chusmeo, pero ustedes no sean tontos; no cuenten nada.

Ella caminó muy lentamente. Se acarició los brazos y el cuello. La noche le dio escalofríos. Supo que algo importantísimo para su vida estaba ocurriendo esa noche. No recordaba una sola palabra de las que había intercambiado con Dylan, pero esa madrugada, en vez de soñar con él (como imaginó al acostarse) tuvo un sueño blanco donde recogía nueces de la nieve y alguien, envuelto en pieles grises, se le acercaba súbitamente. Y en la parte de arriba de su sueño todavía no había cielo sino algo anterior al cielo y a la tierra, una fragancia a éter como la que reina en las iglesias.

Mil años hace que el hedonismo romano tuvo que abrazar al ascetismo cristiano. Por eso yo soy profundamente cristiana e intensamente hedonista a la vez. Para ascetas y/o hedonistas: hay que vivir cosas buenas lo antes posible, porque sólo así se tendrá pronto ganas de dar, a cambio, cosas buenas a la vida. La vida trabajará por nosotros y nosostros trabajaremos por ella. Hay que estar a su altura. Hay que agradecer.

 

II# Azul

SEGUNDO CÍRCULO: EL AIRE

 

                                                                                                    6

Azul tenía algo magnético en el cuerpo y en los movimientos, los ojos color gris oscuro, unas piernas de bronce moldeado debajo de su falda de campesina y el pelo bien cortito. Hablaba perfectamente inglés, italiano, español, hindi y tibetano. La conocimos yendo de Gorakphur a Katmandú. Nosotros dos planeábamos quedarnos unos días en Dulhikel, al este del valle, mientras que ella iba a intentar regresar a su tierra de origen: el Tibet, cacho de meseta donde era una reconocida médica rural.

Nosotros no sabíamos muy bien para que íbamos donde íbamos. Ella, en cambio, quería llegar al Monte Kailas, una especie de Meca budista —el Kang Rimpoché, epicentro de las fuerzas tántricas—, con la idea de rodear en un peregrinaje el cercano lago santo de Manasarovar. El lago nació de la mente de Brahma, fría y sin espuma. Inversa y saludable alquimia: la de destilar aguas de bebidas alcohólicas. En el siglo XI, el gran yogui Milarepa trepó al monte Kailas por el arco iris construido por su infinita compasión hacia todos los seres con consciencia. Mil años hace...

Cuando Azul supo que éramos sur-sudamericanos, abrió grandes esos ojos de mercurio cristalizado y empezó a preguntarnos por tal y cual lugar. Sabía más de aquel cono del continente de lo que hubiésemos imaginado de una médica tibetana con trapos de campesina.

            —¿Tú eres tibetana o hija de tibetanos?

            —No, tibetana; pero cuando vino la invasión de los chinos, me sacaron siendo yo muy chiquita...

            —¿Por transustancialización?

            —No, montada en yak, por los pasos que usan todos los refugiados de Lhasa que van para Yatung.

            —¿Yatung se llama? ¿Algo que ver con Tanguy?

            —¿Aparte del anagrama? No, no se. En Yatung me crié. Tengo de ahí recuerdos, paisajes de un tiempo que no es tiempo de este mundo. ¿Tanguy qué es?

            —Es el pintor que los pinta, a esos paisajes sin tiempo. Yo pinto también... tomá, te voy a regalar este cuadrito... es la imagen de un anhelo de Huidobro. De Vicente el Vidente.

Mientras ellas dos charlan así en la noche, yo miraba por la ventanilla derecha del bus cómo varias casitas de campo esparcidas como sombras eran iluminadas por unos tubos de gas incandescente, brillantes y deformes, de una luz muy blanca, contorsionándose y contorneando figuras de árboles tétricamente retorcidos en la oscuridad, y también a los dispersos ranchitos, a las brumas y a los caminos de tierra anegados por los monzones, a los alambrados y a las vacas blancas con joroba, dormidas, masticando los pastos de la India rural. Vidrios empañados por un fuego preso, una luz opaca sin llama. Y a su alrededor, los fantasmagóricos alientos de los antiguos dioses que todavía se resistían a desaparecer.

La palabra con la que había soñado, «Zinauli», puede que en realidad sea Sunauli, el pueblito nepalí justo en la frontera con India donde amanecimos, cerquita de Lumbini, donde se amaneció el Buddha Shakyamuni hace veinticinco siglos.

En la migración, Azul y Lupe bajaron del micro a comprar agua mineral marca Bisleri y a estirar las piernas. Grito desde la ventanilla: «Lu, acordate del papel higiénico». «¿Del qué?». «Del confort». «Azul: toilette paper, hacele acordar...»

Para un argento, es más fácil traducirle a una tibetana recién conocida que a una chilena amada desde siempre.

Toilet Paper. Confort. Papel higiénico. Los chinos habían usado, para limpiarse el culo, los textos sagrados de los monasterios budistas que habían devastado. Los hindúes seguían usando la mano izquierda, y ahora se apelotonaban con pasión gregaria en el bus porque todos enteros —incluido el espacio que nos circunda y que nos pertenece— no entramos.

En el puesto del lado indio nos atendieron unos cuantos colgados envueltos en trapos blancos, en barbas negras, completados con un par de sandalias y esos puntos rojos en las frentes, sentados con una paz pasmosa sobre unas mesas de madera, todas roñosas, y masticando tranquilamente sus buyos. Miraron en silencio las tapas de los pasaportes, sin agarrarlos. «Maradona» —me dijo uno—. El otro nos devolvió la sonrisa y nos hizo un gesto amistoso para que pasemos.

En el puesto del lado nepalí descubrieron mil fallas en los vencimientos de los visados, unos tipos de gestos altivos, bigotes rectos y uniformes oliva. «Parecen carabineros» —comentó Lu—. A un inglés lo obligaron a vaciar la mochila, lo interrogaron y lo demoraron hasta que amenazó con no se qué del consulado.

 Le di un trago al agua y —mientras duraban los trámites—, fui a cagar a un hotel de frontera. Demasiado arroz con curry. Cuando volví al tumulto, unos tipos ataban de vuelta las mochilas encima del micro. Lupe y Azul charlaban bajito entre ellas. El aire penetrante de las distantes montañas Mahabharat adelante, se puso en movimiento y exhaló un viento helado que atravesó las tierras bajas del Terai.

Mil años hace que, si exceptuamos la India, el hombre dejó de sentirse parte integrante de un organismo; y desde entonces el aire del mundo se divide día a día casi proporcionalmente, y como una lluvia se reparte en las parcelas de soplos que le insuflan vida a nuestros cuerpos.

«Hay que saber correrse del medio para mojarse en serio, como antaño».

Formulado este pensamiento, la maravilla descendió desde sus laderas, y Azul y Lupe, empapadas del aire del mundo y en sintonía con él, sonrieron al unísono.

 

VII# A felicidade

PRIMER RECINTO POR LA PUERTA BLANCA: EL CUERPO

 

                                                                                                   21

Por ser el día soleado que amenazaba desde la noche anterior abarrotada de estrellas, Dylan e Irene aprovechan para realizar un baño integral e interactivo.

Primero recolectan de la playa todos los bidones de diez litros que encuentran tirados, después hacen caer varias veces la parte plana de la cachimba en el pozo hasta llenar todos los bidones. Durante toda esa mañana y hasta pasado el mediodía, los dejan así calentándose al sol.

Cuelgan los bidones tibios de una viga de madera en la puerta de la cabañita. La playa de Jericoacoara, en Maranhâo, se extiende deshabitada hacia el norte. Hacia el sur se filtra la duna gigante entre los barcitos diminutos. Irene se desviste. El viento fresco le eriza la piel de los pechos y del cuello. Dylan comienza a frotarle la espalda con jabón. Ella levanta los brazos y se echa un poco de agua de bidón sobre la nuca. El agua le desciende cuerpo abajo. La mano con el jabón le rodea la cintura y la otra le acaricia los brazos y el vientre.

«Así el baño no va a durar gran cosa» —piensa Irene.

Dylan se desviste. La ropa es como la tapa de una botella que sigue llenándose y está a punto de desbordar. Irene le roba el jabón y se lo pasa a lo largo de todo el sexo. Se lo enjuaga y se ríe por lo alto. Se lamen todo el cuerpo. Él le mete la cabeza entre las piernas, después se caen y ruedan por el piso ensuciándose de arena.

Se besan como desesperados. Entonces Dylan se para, descuelga un bidón de la viga, a ella la da vuelta en el piso, suavemente con el empeine sobre las nalgas, y le echa un bidonazo de agua tibia. A Ire le tiembla el cuerpo moreno y alza la grupa. Ya está impaciente.

«Este asqueroso es un sodomita» —piensa entonces ella con satisfacción mientras hunde los dedos en la arena seca—. Después ya no piensa más.

Se balancean hasta que ella consigue soltarse. Se para y lo empuja a él dejándolo tirado en el piso, boca arriba. Descuelga otro bidón y le echa violentamente todo el contenido encima. Después se sienta arriba de Dylan, se empala hasta ponerse casi cardíaca y abusa de él seleccionando los ritmos y las profundidades. Se propone su viejo y oscuro plan de hacerlo eyacular.

«Que se joda» —piensa en una ráfaga—. Cada persona dispone de una capacidad energética del mismo modo que cada botella dispone de una capacidad líquida. Una vez llena la botella, incorporar más líquido no ensancha el recipiente sino que lo desborda».

Dylan le agradece esta decisión, pero opta por posponerla por unas horas y, primero bajo los bidones, más tarde sobre la hamaca paraguaya y todavía más tarde a orillas del mar, se pasan haciendo el amor todo el resto de la tarde y la noche y toda la mañana siguiente. Irene le agradece la postergación y al mediodía siguiente consigue que él se derrame. Después de dormir una larga y merecida siesta, caminan por la orilla del mar al atardecer. Se detienen y se abrazan. A Irene le gustan las personas que le gusta abrazar, y nada le gusta más que cruzarle los brazos por el cuello a Dylan y quedarse así, respirando apenas, sintiendo sus manos de bodisatthva en la cintura y cada tanto en las nalgas.

Tiene la sospecha de que él le está salvando la vida de a poquito, a medida que le despierta y le destapa el cuerpo, pero que no le dice nada para no crearle expectativas ni hacer proselitismo. Ire siente que encontró, con él, el empalme que necesitaba hacía tiempo para reencontrarse y empezar a recorrer su propio camino. El tiempo que habían estado separados, ese desvío que a Ire la había llevado a Mar del Plata y a Dylan al siglo veintipico, ya les había quedado atrás; y ella lo percibñia como un lejano recuerdo pre-natal. Desde ahora, viajarían juntos por las comarcas y las edades.

Si existe una decisión que le dé sentido a las miles de direcciones en dispersión que generan las infinitas decisiones contradictorias que día a día toman las innumerables mentes humanas, si existe un proyecto general, hace ya rato que se perdieron los planos. Irene no los encontró a través del amor (no es tan ingenua para creer en esto), pero sí el amor le mostró el camino hacia el escondite de una parte del plano general, el de la parte que le corresponde a ella.

 

                                                                                                   22

Amanezco en uno de esos días en que ando con tanta energía que hasta me cuesta levantarme y movilizarme de la hamaca paraguaya, como si el cuerpo me pidiese que me quede a esperar que algo termine de reacomodar el rompecabezas de mi vida en el reino del recuerdo.

Busco en mi mochila alguna señal, y lo primero que encuentro es un libro de William Burroughs, lo abro en una página marcada con una hoja de cuaderno y veo una frase prolijamente subrayada por Dylan con tinta china, con dos grandes signos de admiración dibujados en el margen.

Leo: «Yo dejo caer en paracaídas a mis personajes en el tiempo tras las líneas enemigas. Su misión es corregir retroactivamente ciertos errores nefastos en momentos cruciales de la historia humana. Me refiero a errores biológicos que tienden a bloquear el camino del hombre hacia su destino biológico y espiritual en el espacio. Yo propongo una estructura social que ofrece la máxima variedad de pequeñas comunidades, totalmente enfrentadas a la uniformidad impuesta por la industrialización y la superpoblación».

Antes de cerrar el libro, desdoblo la hoja de cuaderno quer hace de señalador y, para mi alegría, reconozco garrapateada la letra de Izaura. Allí reconozco uno de sus típicos manifiestos

Las I-threes no mandan nada ni se dejan mandar, pero recomiendan:

1- Respire naturaleza, diga terminantemente no a cada hora de urbe robada al sol in-filtrado.

2- No use más basural que el cenit para sus despojos de alimentación biodegradable recolectada.

3- Lleve de regalo el último compact-disc de grillos devorando impunemente la luz natural.

4- Compre lavarropas «Atardecer».

5- Fume luciérnagas guardias y serenos diurnos del cabaret bosque clausurado por la Vía Láctea.

6- Done a los dulces buitrecitos sus órganos aún sanos previamente des-envueltos en papel de diario.

7- Consuma consumación sexual en la naturaleza.

8- Confíe en el humus y deposite allí su nariz deshumanizada a fuerza de humedad 90% y humo.

9- Pruebe oxígeno y refresque su sed con burbujeantes moléculas en su moderno formato a microcomponentes.

10- Respire naturaleza, diga definitivamente no a cada brillo de neón confiscado por su ojo a la luna.

 

Me balanceo entre dos cocoteros, entre el cielo y el suelo de Lance dos Caçôes, en el norte del Estado de Pernambuco. Un lagarto disimula que es una estatua. Cuando ve que lo vi, se mueve cuatro metros y se vuelve a detener. Tomo una lapicera y en cuatro minutos dieciocho segundos elaboro la fórmula de la felicidad:

          

1- Manejo consciente del pasado pero nada de enredos con él (saber olvidar, saber recordar, saber perdonar, saber agradecer).

2- Mucho viento en la cara, en el pelo. Algo de poesía, mucha caminata, sol. De ser posible: un poquito de música del Atlántico Sur.

3- Un día de dieta de frutas cada tanto, y todos los días nada de tabaco ni de alcohol ni de café ni de espejos ni de televisión ni de almanaques.

4- La mente casi siempre vacía, ejercicio físico, amplia consciencia del propio cuerpo, sexo regular y algo de porro cada tanto.

5- Calor, mar, naturaleza, aire puro, limpieza diaria, risa sincera, creación artística, mangos maduros y besos en la boca.

 

                                                                                                   23

Después que Izaura cruzó una puerta roja en la selva, comenzó a trepar hacia el norte por la costa brasileña. Sabe que sólo una vez que haya cumplido su propia misión, tendrá derecho a observar toda la historia y a poder actuar para modificarla.

Fueron meses de caminar casi sola, con el mar a la derecha y la mochila a la espalda, meses de introversión obsesiva donde la única consigna fue combatirse hasta quedar agotada, hasta necesitar ese instante sublime de recarga, esa noche para un nuevo despertar. Meses en que todos los quarks y quásares se replegaron desde el centro de su soledad hasta el más repleto de los aeropuertos. Después todo se evaporó. En una tienda de la ciudad de Vitória, en Espirito Santo, conoció a un chino de edad madura que estaba arreglando un artefacto sobre una mesita de madera en el interior de un comercio minúsculo. Él alzó su calva y con una calma infinitamente transparente le preguntó a Iza, que se había quedado petrificada, si necesitaba algo.

            —No, sólo me llamaron la atención las artesanías de la puerta, sólo estaba paseando y mirando.

            —Bueno, no se quede ahí. Aquí adentro están mis piezas más valiosas.

Izaura entró fascinada a la tienda.

            —¿Gusta un té?

Estuvieron toda la tarde sentados juntos, bebiendo té verde con jengibre y riendo. Cuando oscureció, él cerró el negocio y la llevó a cenar a un oscuro restaurante chino en el continente, fuera de la Ilha de Nossa Senhora de Vitória. Luego la acompañó hasta la puerta del cuartucho en que ella paraba y le pidió que se encontrasen al día siguiente.

Durante doce días Izaura se vio con el artesano chino en el pequeño local. Cariñosamente lo rebautizó «Maestro Po», y por primera vez sintió que la trataban como a una hija. El día que tuvo que partir para Salvador, en Bahía, él le tiró e interpretó el I Ching hundiendo sus transparentes ojos de miel de acacia en los dibujos que formaba la milenrama. Con voz pausada, le habló de montañas y de escudillas. Finalmente le pronosticó:

            —Esto no lo dice el I Ching, pero de todos modos te lo anunciaré: pronto volverás a reunirte con tu otra parte. Veo dromedarios y beduinos cerca de ustedes dos, y veo los ojos de mercurio de tu otra parte, que son, además, dos de los ojos que yo más amo en el mundo.

Se abrazaron largamente.

            —Oiga, Maestro Po: ¿No quiere tomarse vacaciones? ¿Hace cuánto que está metido en esta tienda? Véngase conmigo a Bahía. Unos días aunque sea...

Él le pidió que le dé un poco de tiempo para pensarlo y a la tarde siguiente ya la estaba esperando sentado en la tierra, poco después de cerrar el local, con una maletaa de cuero marrón ya armada y un viejo traje azul de los implementados en la China Popular en los tiempos de Mao. Del cuello (mao) llevaba colgada una piedra circular de color índigo que cabía en un puño cerrado. Era brillante, pero daba la apariencia de estar hecha de un barro a punto de secarse y romperse.

            —¿A esa piedra la labró usted?

            —No. La encontré así tal cual en el fondo del océano.

Iza posó de vuelta los ojos en la piedra y vio en su interior el dibujo de una canasta y de unos dientes de oso que le sonreían. Él se la sacó del cuello y la colocó en el de ella; y en el efímero instante en el que el talismán no estuvo en ninguna de las dos gargantas, el viento arrancó de raíz algunas plantitas del piso de tierra.

Izaura se sorprendió por el fenómeno. No había sido como si el viento hubiese soplado más fuerte que antes, sino como si las plantas hubiesen burlado la ley de gravedad y el suave viento —ese que siempre existe y que no siempre percibimos— hubiese movido las plantitas a su antojo.

            —No. Tome, guárdela. Es muy valiosa para mí. Además, me da un poco de miedo.

El Maestro Po la guardó sin un gesto.

Luego subieron juntos al bus. La azafata les ofreció algo para beber. Iza pidió una caipira y el oriental un vaso de agua. Iza dejó de mirar por la ventanilla.

            —Nunca me dijo su verdadero nombre.

            —Puedes decirme «Maestro Po». A mí no me desagrada.

Ella se rió. Le pidió nuevamente ver la piedra y él se la dio sin reparos. Izaura la observó fascinada, se la pasó de una mano a la otra, la acarició y la apretó en una palma. Un pedacito de piedra cayó de pronto sobre el apoyabrazos. Iza se zampó su bebida de un sólo trago.

            —Ay, pero que boluda que soy. Me quiero matar. La rompí. ¿No le puedo conseguir en alguna parte otra igual?

            —No importa —dijo él sonriendo—, la llevo conmigo para ver como se va deteriorando.

Luego, la dejó jugar de vuelta con la reliquia pero cuando Iza quiso meterla en el vaso de agua del Maestro Po, él la apartó con brusquedad, se guardó la piedra bajo el cuello del saco azul y se quedó en silencio.

            —Es que se ensucia toda el agua —le explicó después más sereno.

En la Bahía de Todos los Santos no se quedaron ni medio día. Durmieron en la misma terminal y bien tempranito tomaron un bus de corta distancia. Recorrieron sesenta kilómetros hasta la playa de Itacimirim, adonde había llegado Amnir Klink después de cruzar todo el Atlántico en un barco a remo. El Maestro Po estuvo todo el día haciendo artesanías e Iza le atendió el parche que improvisaron colocando una manta tejida sobre la arena.

Junto a él, los pensamientos de ella adquirían intensidad y se convertían en acción. Por primera vez dejaban de amontonarse y unirse de cualquier modo produciendo más tarde acciones monstruosas, inútiles, repetitivas y/o contradictorias. Era una experiencia completamente nueva, la deliciosa y pura intensidad del modo correcto de pensar. En Izaura, particularmente acostumbrada a hacer danzar el recinto de su cuerpo, esta intensidad venía acompañada por un leve cosquilleo del corazón.

Cuando oscureció y la gente terminó de retirarse de la playa, ella se ofreció a ir a buscar algún lugar para dormir. El Maestro Po no aceptó de ninguna manera y bebieron cachaça y fumaron maconha sobre las arenas blancas de Itacimirim hasta que amaneció y el fin de siglo regresó a sus cuerpos.

Mientras se desayunaban un abacaxi, él le dijo:

            —No quiero volver a perderme estas noches fresquitas durmiendo. Son mis últimas noches en el mundo.

            —¡No diga eso! —le reprochó ella.

Poco después se despidieron y prometieron encontrarse diez días más tarde, a esa misma hora, en el Pelourinho. Iza se iba unos días a pasear por las playas del norte y él tenía que arreglar algunos asuntos de negocios con un amigo a unas cuadras de ahí, en el viejo puerto de la Bahía de Todos los Santos.

El cielo estaba brillante y blanco, horrible. «Si el cielo fuese permanentemente blanco, el mundo sería un sitio espantoso» —pensó ella al despedirse.

 

                                                                                                  24

Irene tiene una terrible tendencia a ser afectada por la presencias ajenas, sean humanas o no. No es una maldición ni un regalo del cielo, pero tomar consciencia de esta disposición fisiológica es —ante todo— el llamamiento a un permanente estado de alerta frente a su entorno.

Esta tarde había fumado, estaba en el interior del rancho, suprasensible y despachurrada en la hamaca. Cuando entré, algo en sus interiores, en los de Irene y en los del rancho, «se agitó como un pez en un balde» —según palabras textuales de nuestra gitana, caminante del Mandala—. Poco después del largo abrazo que nos dimos, me dijo halagándome que mi presencia era libre y fuerte, estimulante como un vaso de jerez, que yo tenía una densidad ínfima, de puro éter.

            —¿Y las de los demás? ¿Cómo son? —pregunté.

            —Bueno: en cambio, el Ruso, y mis viejos, la tienen muy alta, les cuestan mucho los cambios, la fluidez, la buena disposición en los malos días. Iulia, Lucas y Fer, normal; mi abuelo baja, mi ex-jefe alta, Dylan bajísima...

            —Ire: ¿me das un poco de ese faso?

            —No. No es eso, en serio: es algo que tuve siempre pero desde que empezamos a viajar con Dy' me pasa cada vez más fuerte.

            —¿Y vos? ¿Qué densidad tenés?

            —No sé, ya me acostumbré, pero a partir de esta izaurina aparición voy a tomarme con enorme seriedad el asunto de no tomarme en serio. Nadie que no se tome muy en serio puede tener un peso específico muy alto. Igual, si querés maconha agarrá, los papelitos están sobre la bolsa del arroz integral.

Así, dos de las I-threes nos pusimos en marcha, caminando juntas y abrazadas, felices de estarlo después de tanto tiempo y mojándonos los pies descalzos en el agua fresca del atardecer.

            —¿Y Dylan? ¿Dónde anda?

            —Se fue para Bahía a conseguir un barco. Lleva un objeto muy poderoso encima que anda buscando batalla con otro que antaño fue el más poderoso de su especie. Y como Dy' ya no quiere tener lola con nadie, fue a buscar un barco para tirar esa mierda en el medio del océano.

            —Pero boluda: el barco no va a ir al medio del océano y volver para ustedes, ¿no?

            —No, Izuchi —me contestó con algo de pena—: después nosotros dos seguimos de largo. No sé, por ahí Portugal, España, norte de África, no sé...

Me quise matar. Recién acababa de encontrar a mi hermanita espiritual y ya la tenía que empezar a despedir. Me puse a llorar.

            —Venite con nosotros, Iza. ¿Qué te lo impide?

            —Es que encontré a mi verdadero padre. Y quiero estar con él lo que le queda de vida. Parece que la felicidad nunca puede ser completa: él es un artesano que vive en Espírito Santo. Moverlo de ahí hasta Bahía ya fue todo un logro. ¿No querés venir conmigo hasta el Pelourinho para conocerlo?

 

                                                                                                   25

No mucho después del largo beso de lengua que Irene le encajó de despedida en la terminal, el bus se quedó atollado más de dos horas en una caravana en la ruta. A esperar, esperar, y no ver nunca arrancar. Dylan será todo lo inmortal que uno se pueda imaginar, pero no por eso se va a pasar la eternidad en ese inmundo bicho metálico. Toma coraje, las alpargatas de yute y a patear, a patear de noche ya, e incluso a correr unos cuantos kilómetros más.

Aunque su felicidad y la de Irene habiten juntas en la playa de Jericoacoara, sobre la hamaca y bajo los bidones de agua colgados de la viga, carga Dylan la ineludible misión de sembrar en el pasado gérmenes de utopía que luego serán verdaderas disciplinas en la sociedad que desean para el futuro.

Dylan corre y piensa en estas cosas para darse ánimo y alimento.

Ahora, después ya de tanta carrera y pensamiento, agotado, logra dejar atrás la caravana y cruzar en un bote el riacho que separa la tierra firme de la ladera en que se oculta la casa de Luiza. Y hasta ahí llega, guiándose por la disposición de las lucecitas fijas de las casas de los pescadores y de las luces móviles que ellos mismos cargan a cuestas. Luiza ve su cara de dar vueltas por todo Salvador y le sirve un plato de arroz con camarones.

«Gloria a Luiza» —eleva él su silenciosa plegaria mientras devora el arroz y hace a un lado los bichitos anaranjados y bigotudos.

Después se para y se abrazan en un abrazo interminable:

            —Jade anda por ahí, buscando un barco en el puerto, entre las putas y los fantasmas de todos los esclavos de la Bahía de Todos los Santos. Pero bueno, sentite como en tu casa y por ahora tratá de dormir.

            —Gracias, mulata. Ya ni sé cuántas te debo.

A la madrugada, Luiza se va a la ciudad y Dylan duerme en la casita del morro hasta pasado el mediodía. El resto de la tarde se queda con la hija y la sobrina de Luiza, ambas de siete años, armando un collar e insertando en un hilo de pesca trocitos de bambú y algunas pelotitas rojas, frutos de plantas que por ahí crecen.

El collar les termina quedando bárbaro.

Hacen un sorteo para ver quien se lo queda y gana Zoé, una de las nenitas.

            —Si usted quiere —le dice Zoé—, se lo cambio por esa piedra que lleva en el cuello.

            —De ninguna manera —contesta Dylan—. Lo que nos toca, nos toca.

            —Eso —le explica Zoé disgustada— se llama «fatalismo».

Una risa suave como el eco de una ola rebotando en los valles los hace darse vuelta y observar al poderoso anciano de ojos rasgados y raída campera de gamuza, que ríe mirándolos bajo el sol.

            —Avó, avó —le grita Teresa, la otra niña— ¿Consiguió barco?

El viejo niega con la cabeza.

            —Le falta entusiasmo —aclara Dylan—. El pobre está viejito ya.

Lo dice en broma porque ama a Jade más que a ningún otro hombre en la Tierra, pero siente que la piedra lo vuelve beligerante y criticón de la innata parsimonia del oriental, habitualmente para él denominada «paciencia» y siempre un motivo más de admiración.

            —Sin entusiasmo no se puede hacer nada, de acuerdo, pero con entusiasmo sólo tampoco... salvo estupideces entusiastas, no sé, fundar un nuevo movimiento trotskista, gritar un gol del Fluminense, tirar a alguien a la piscina...

Jade lo dice en broma, pero la otra piedra, a su vez, también lo vuelve beligerante frente a la cercanía de la poderosa piedra rival; y lo del entusiasmo sin inteligencia es un claro reproche por la forma en que Dylan se toma sus misiones, a menudo denominado por él mismo «fluidez sin frenos morales».

Ahí están los dos, amigos desde hace siglos sin poder abrazarse ni atacarse, luchando contra el poder que —desde hace milenios— las piedras atesoran. Si no fuesen lo iluminados y lo amigos que son entre sí, ya se habrían disparado tres bombas atómicas cada uno.

Luiza aparece con verduras y porotos negros que trajo del mercado:

            —¿Se van a quedar a comer?

La piedra número uno y la piedra número dos, en los respectivos cuellos de Jade y Dylan, se distienden por un segundo.

«Nos vamos a ir. Es lo único que sabemos —piensa Jade con tristeza y mira alrededor, al riacho y a los morros, y al mar allá en el fondo con las luces de los pescadores que se comienzan a encender en la orilla—. Es hora de hacer las valijas y de echarle un vistazo a esta belleza, y de grabarnos sus colores en las retinas, sus ritmos y sus aromas en el cuerpo, las risas de quienes nos acompañaron, el calor que recibimos, los momentos en que nos desbordamos...»

Las palabras de Dylan interrumpen su despedida silenciosa:

            —Esta noche nos quedamos; todavía tenemos que esperar gente y conseguir barco, pero mañana nos vamos, sea como sea, aunque nos tengamos que ir en delfín.

Al día siguiente, Dylan y Luiza consiguieron un hermoso barco de bandera holandesa mientras Jade se encontraba con las chicas frente al Largo do Pelourinho, coraçâo da Bahía e do Brasil.

 

IX# Mil años hace…

TERCER RECINTO POR LA PUERTA AMARILLA: LA REALIDAD MENTAL

 

                                                                                                30

Mil años hace que la niña Irene despierta en un soleado al-Ándalus y que respira el perfume de los naranjos y pasea por las Alpujarras. Por unos instantes los recuerdos del extraño sueño que la acosa desde hace varias noches le parecen más reales que esa realidad medieval a la que pertenece en esta vigilia de viernes. ¿Dónde habita la realidad? ¿Por qué la mente se separa del cuerpo en la noche?

El sábado despierta en un soleado al-Ándalus y se pone a lavar ropa. A la tarde cae enferma: la congestión no le permite respirar ni sumergirse en el aroma de los azahares. Irene sabe perfectamente que está enferma en castigo por no escuchar ese sueño que es una puerta, quizás sin retorno, a otro mundo. Si el Profeta le hablase, lo haría con la voz del sueño.

Como casi todos los niños, Irene contiene en su interior telescopios, microscopios, drogas psicotrópicas, largas horas de meditación, de trances extáticos y de yoga… todas las posibilidades perceptivas listas para ser desarrolladas o desactivadas para casi siempre por sus respectivas sociedades.

Al día siguiente, el domingo, despierta en el soleado al-Ándalus. Sigue enferma pero con ganas de sanarse para siempre. Come una mandarina recién arrancada del mandarino y pone a hervir agua con la cáscara de un limón recién recogido del limonero, para así respirar el vapor. Hay que ofrendarle al dios de los cítricos.

El lunes, se despierta en el soleado al-Ándalus. La niña Irene ya se siente mejor y cocina para su admirada familia de moros rebeldes. Mientras sala los garbanzos, calla y se deja llevar por el ensueño. Piensa en el hombre de rulos salido de una judería que todas las noches la visita en sueños y le cuenta cosas que vivieron juntos y que ella ignora. ¿Cómo dos personas podrían estar tan unidas y después chau? —se pregunta ella—. Ya las cosas más simples que antes tanto disfrutaba, lavar la ropa o nadar en el Guadalfeo, casi no tienen chiste.

Aunque Irene niña tiene la certeza de que el judío no le miente, no consigue recordar esas vivencias, por más que rememore y rememore. Hace un nuevo esfuerzo: su primer recuerdo se remonta a los tres años de edad. Su padre, un muwalladûn rebelde al Kalîfa (él aún lo llamaba el Emir) y su madre, una mozárabe rebelde tanto a los reyes cristianos como al Kalîfa de Córdoba, nacidos ambos en la heroica Bobastro sublevada y unidos en rebelión hasta que la muerte los una para siempre, aún vivían en la ciudad de Almería.

Irene recuerda esa primera escena de su vida con asombroso realismo: se está concluyendo una monumental construcción entre la montaña y el mar, es la Alcazaba, que se alza sobre la parte más empinada de la ciudad. De pronto, un salvaje beréber nómade aparece y dispara con su arco algunas flechas que sólo hacen blanco en los guardias de los omeyas. Después, ante la mirada congelada de los esclavos, desaparece. La obra en construcción se alborota. El aire se agita. Todos se ocultan y callan. Irene lo mismo. Cuando se descomprime la tensión, los esclavos negros llamados «abîd» comienzan a murmurar y a conspirar tratando de entender que fue lo que había pasado mientras los soldados se lanzan rabiosos a la caza del asesino, sin conseguir hallarlo en toda la noche.

A la madrugada siguiente, liderados por aquel beréber salvaje que habían ocultado en su propia casa, los padres de Irene bebé huyen con cuarenta y cinco adultos rebeldes y once niños rebelditos, a las estribaciones de las Alpujarras.

 

                                                                                                   31

Irene niña se despierta día tras día en el soleado al-Ándalus. Espera y crece, su cuerpo se abre en la primavera como una flor de azahar, se pone turgente e impaciente en forma proporcional. Sigue siendo visitada en sueños por el judío que le habla bajito acerca del futuro que vivieron juntos mientras con los dedos le humedece la piel y le incendia los muslos, pero Irene mujer ya no está dispuesta a esperar seis o diez siglos para comprobar si el tiempo sigue su curso natural y la lleva de vuelta con su amado. No. Un joven mozárabe irrumpe en el establo cada una de las noches que su padre va a guerrear contra los infieles. La desflora sin concesiones y pasa con ella el verano entero repitiendo el rito de un sexo veloz y furtivo.

Para el otoño de sus catorce años, Irene no quiere saber más nada con el mozárabe. El judío de los sueños ya casi no la visita; y un día ella lo sueña huyendo a caballo por el desierto con un hombre vestido todo de negro. Pero ellos no la ven ni escuchan sus gritos.

El jueves anterior a su cumpleaños número diecisiete, Irene mujer despierta en el soleado al-Ándalus y trata de unir los fragmentos dispersos de su vida, intentando hallar un hilo conductor entre las claves que la abrieron como una recién nacida al amor. El judío y el mozárabe son lo de menos, para el caso. Lo que Irene intenta recuperar es su propia plenitud, anterior a la práctica del sexo pero posterior a su despertar.

Su padre y su tío regresan de combatir y están preocupados: las Alpujarras rebeldes ya no son tan seguras y con la muerte del viejo Kalîfa, el inescrupuloso Ibn Abî 'Amir (que luego sería conocido como Almanzor) ha conseguido trepar más que nunca en el poder. Quizás dentro de poco haya que dejar las tierras tan amadas.

Irene mujer cierra los ojos, apaga la llama tras el vidrio e intenta dormir. Aún no amanece. Dentro de poco empezará un nuevo día sin amor, mirando la tierra reseca por el sol y trabajando, involucrándose cada vez un poco más en su entorno hasta olvidarse de su sutil camino de sueños y señales hacia sí misma.

 

                                                                                                  32

Mil años hace que salimos del misterio de la aldea a conquistar el mundo. Primero salimos de la aldea, después del continente, más adelante del planeta y por último del tiempo; aunque podríamos haber salido del tiempo sin ninguna necesidad de haber salido alguna vez de la aldea.

Marco Dilanus y yo llegamos al siglo X por separado.

Desde la costa de Malabar yo viajé en un barco lleno de infieles sarracenos con el único objetivo de sacar a Dylan de su encierro medieval, de las hambrunas de su aldea y de la ignorancia de sí mismo. Él en esa época estaba trabajando de caballero de poca monta en una aldea del Sacro Imperio Romano cerca de la frontera con Bizancio.

«Tendrían que reemplazar al derecho romano por los derechos humanos. Total, los romanos ya están muertos» —pienso yo todavía con un pie en el postimetrías de siglo XX.

Él no me reconoció inmediatamente: creyó que yo era un demonio, por mi pelo azul y el reciente fuego de mi mirada de mercurio. Así y todo, permitió que se me franquease la entrada a su castillo, siempre y cuando tuviese la apariencia de una aldeana más o menos normal.

«Neque mittatis margaritas vestras ante porcos» —pienso mientras le dejo mi manto sagrado tibetano a uno de los soldados de su guardia personal.

Siempre que llego a Roma, me gusta pensar en latín.

Dos meses después de mi arribo, los lobos habían asolado los campos y nosotros dos ya nos habíamos vuelto esposos. En primavera y en verano los lobos viven aislados o en parejas, durante el otoño se reúnen en familias, y en invierno forman manadas más o menos numerosas. Durante nuestro matrimonio, Marco Dilanus y yo los observamos y los imitamos.

A lo largo de los veranos, lo ayudo y él recuerda sus vidas futuras de humilde bodisatthva. Un buen día de agosto se olvida de su estúpida situación aldeana y recupera su esencia de Buda.

            —Disculpa mi pregunta, que quizás os parezca extraña —dice dirigiéndose al mismo soldado que me había franqueado la entrada cuatro años atrás—, pero ¿en que año de nuestro señor nos hallamos?

El tipo lo mira gravemente y no le contesta nada. Marco Dylanus me causa gracia: desde que recuperó su condición de viajero en el espíritu y el tiempo, está decidido a hablarle a los romanos, a los turcos, a los guaraníes, a los apóstoles..., a todos como si fueran españoles antiguos. A mí, en cambio, me gusta disponer de una gran perspectiva espacial y temporal, como la de un astrónomo o la de un paleontólogoAntes de embarcarnos en la nave normanda que nos arrojaría en Hispania, Dylanus me dice:

            —A la zorra del conocimiento conceptual dentro de unos pocos siglos le va a dar vergüenza admitir que las uvas sagradas que hoy alcanzan los sacerdotes seguirán por siempre verdes para ellos. Y la tal zorra, que no va a ver más lejos que su propio hocico, va a declarar con científica rigurosidad que las uvas no existen.

            —Te preocupás demasiado por los hechos puntuales de la historia, amado Dilanus. Siempre fue así: algunos se arrojan de cabeza al exterior y así pierden el mundo interno. Son los frívolos...

            —Y los científicos.

            —Otros se arrojan de cabeza al interior y así pierden el mundo externo. Son los locos...

            —Y los monjes.

            —Otros no se arrojan de cabeza a ningún lado y así pierden tímidamente todos los mundos. «El restante noventa por ciento» —dirás—. Pero por suerte, hay unos cuantos que se arrojan con tanta fuerza en ambos mundos que la cosa surte efecto, y quiebran así la barrera; y el mundo que son los recompensa siendo uno solo con ellos; y hay amor, y hay amor... Créeme, amado esposo, que entonces hay amor.

 

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Guiado por los sueños medievales que le narré diez siglos después, Dilanus avanza lentamente por ese enorme lago musulmán que es el Mediterráneo. Una batalla en Fraxinetum a la que llega demasiado tarde, una erupción volcánica en una pequeña isla a la que llega demasiado temprano, varias escalas en Pisa, Genoa, Montpellier, Narbona, Barcelona, Valencia y por fin, Almería.

Mil años hace. Ayer guerrero, hoy comerciante y mañana hermeneuta. Poco a poco se acerca a la Alcazaba en construcción. En todo el Mediterráneo circulan las mismas palabras que resuenan en el eco de las Alpujarras: el gran Almanzor ha caído.

Mil años hace (en el 998 exactamente) que Almanzor es derrotado en Calatañazor y empieza una historia que podría haber sido otra. Y el musulmán lo perdió todo: la casa, el sueño y la heredad, en nombre... de la cristiandad. Otros niegan que la batalla haya tenido lugar. ¿Qué fue lo que realmente ocurrió en ese pueblito cercano a Soria? ¿Será el próximo el milenio del Islam o el de la Cristiandad? El tiempo se suspende y brevemente queda a disposición de la historia de los hombres.

Uno de ellos no desaprovecha la oportunidad: desde todos los puertos en que ancla su navío, le manda cartas a su ex-esposa Azurra, ahora cómodamente domiciliada en Venecia.

Con dudosas posibilidades de abordar el tiempo psicológico nueve siglos antes de Freud, prueba mi amado Dilanus en algún puerto sarraceno con la leche tibia y el pan casero, pero sólo consigue acordarse de Proust.

Tampoco acepta el tiempo kármico que le propone Azul, porque el Karma es individual y él, en caso de encontrarme, sabe que ya no va a querer separarse de mí.

El tiempo lineal kantiano no le cabe desde el vamos porque él pretende superar completamente la mentalidad burguesa. Después de todo, para eso se remonta con sus bodisatthvas doscientos lustros para atrás o los que hicieran falta.

El tiempo lineal, digamos que sólo le sirve para fechar sus viajes ya que la aceptación de su estructura nunca le permitiría viajar.

El cíclico tampoco porque ya no hay forma de que el hombre comulgue perpetuamente con la naturaleza como pudo ocurrir en un pasado mítico. El mito sobrevive en la modernidad, pero como un perro enjaulado y rabioso.

Y el tiempo feudal que parecía inamovible, aparte de que en la naturaleza ya no se repara en lo mas mínimo, por más que se la tenga ahí, tampoco le va: su autoconciencia de sí mismo como ente separado de ella ya se lo vuelve imposible.

Piensa que quizás la solución sería habitar un tiempo isocrónico, pero para lograr hacerlo necesitaría perfeccionar el coito isócrono, lo que implicaría acabar coetáneamente conmigo o con alguna otra muchacha una infinidad de veces; pero hacerlo, sabe, le quitaría la energía sexual que es la misma necesaria para viajar por el tiempo histórico.

¿Como resuelve Dilanus este koan? Ya veremos. Por lo pronto, yo no ofreceré reparos en cuanto a ser un conejillo de indias en su campo de pruebas tempo-sexuales.

El romano, apenas desciende del barco en Almería, es llamado al costado por un «abîd»:       

—Una información sobre tu morilla rebelde a cambio de mi libertad.

Así, el abîd se embarca para Mahdia, en Tunicia; y Dilanus, con información de primera mano, parte a caballo para las Alpujarras. Cuando por fin me encuentra, lo veo y me desmayo. Al despertar estoy encima de un caballo conducido por el antiguo amante de mis sueños de adolescencia.

            —¿Por qué me secuestráis? —exclamo con un suspiro.

            —Nos vamos de viaje. Me hubiese gustado saludar a la gente de las Alpujarras, pero estamos cortos de tiempo.

            —¡De viaje no! ¡¡Ni hablar!!

Empiezo a forcejear y a gritar sobre las amadas tierras de mi Al-Ándalus. Este extranjero tendrá que matarme antes de robarme de la tierra que me vio nacer. Grito bien fuerte:

            —-¡Yo de viaje no me voy nada! ¡¡Odio viajar!!

Él me silencia colocando con excitante y suave violencia la parte interior de su codo contra mi boca húmeda.

            —Tú eres gitana y yo soy judío. Nacimos para viajar, así que dejadte de estupideces.

A la noche el muy estúpido puritano se niega a violarme, convirtiendo el secuestro en una simple determinación política desligada de toda galantería. Toda la semana siguiente acopiamos energías con creciente castidad y aburrimiento.

Luego, durante la octava luna, me dice que me prepare para convertir de un sacudón a nuestros hijos en tatarabuelos. Así, como empezamos nuestra vida sexual, no se como pretenderá que tengamos hijos

            —Si llegamos antes del 1.490 —me dice—, todavía vamos a estar a tiempo para evitar que los Reyes Católicos sometan a los últimos moros de España. Y si por cualquier cosa nos pasamos, os encuentro, a ti y a María de los Vientos, en La Goletta en 1654, que fue la fecha en donde nos dejamos.

Entonces forcejeo, y mientras él desaparece quinientos años para adelante, yo consigo librarme y caigo del caballo en la tierra de mis abuelos, que desde ahora sólo ella conocerá lo hondo de mi desgarramiento y la magnitud de mi llanto.

 

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NOTICIA DE ÚLTIMO MOMENTO: ALMIRANTE MAYA DESCUBRE CONTINENTE DENOMINADO «EUROPA» Y DESCRIBE A SUS NATIVOS

Flota putún encabezada por la almirante maya Ixacoatl descubre continente denominado «Europa» por sus primitivos habitantes. Ya se ha disparado la controversia acerca de si el nuevo continente, de ahora en adelante, deberá llamarse «Ixatitlán» en honor a su descubridora, o bien «Nuevo Putún».

Como ya había sido anunciado por el oráculo, los nativos de este atrasado continente han confundido a nuestra almirante con su deidad suprema, más conocida como Dios, ya que el códice (llamado Biblia) que lo describe, dice: «Mil años son a tus ojos como el día de ayer, que ya pasó, como una vigilia en la noche», lo que muestra enorme coincidencias con la facilidad que posee para moverse a través del tiempo Ixacoatl, la nueva heroína maya de moda.

La flota encabezada por Ixacoatl y los hermanos Pintzakol cruzó hasta Cozumel y allí organizó con los putún una expedición al otro lado del mar. Según fuentes sacerdotales, nos habríamos separado de estos ignorantes que de todas las divinidades, sólo reconocen una, hace aproximadamente unos 20.000 años.

(MÁS INFORMACIÓN EN LAS PÁGINAS CENTRALES DEL CÓDICE)

           

SEGUNDA SECCIÓN. EL ORÁCULO: El recinto de la realidad mental se cierra. Unos dedos emparejan la figura con una pluma de quetzal o de zopilote (bonitas aves sagradas al que arrojan sus cadáveres los humanos del pueblo más evolucionado del Nuevo Mundo). Luego, se extraen los excesos de arena y se hace un pequeño descanso.

 

 

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