AUCA
ÍNDICE
PARTE PRIMERA
1 # Escribiendo sobre el techo del tren a vapor
2 # Enamorados de las lunas rojas eclipsándose
3 # Rollos de papel higiénico ecológico con sus manifiestos
4 # Ojos fantásticos, intimidantes, de mil gatos tuertos
5 # Figuras envueltas en pilotines amarillos y bolsas de nylon
6 # Paisaje de truchas, trochas y trechos interminables
7 # Un barco demente sobre un mar de monstruos agitados
8 # Viajar de noche en la oscuridad de la corriente
PARTE SEGUNDA
1 # Caldo de veneno de víbora para hacerse inmune a las picaduras
2 # Un honesto filibustero que sólo saqueaba por placer
3 # El estetoscopio de un alma amotinada en los caminos
4 # Una central camionera de morondanga en medio del desierto
5 # «No eres un Buda. Eres un calcetín»
6 # Auténticos museos de curiosidades respiratorias
7 # Tierra húmeda que contuviera preferentemente lombrices moradas
PARTE TERCERA
1 # Donde los lagartos calientan la panza del sol
2 # «Quiero beber en tabernas, ginebras eternas»
3 # Existir cruel y desnudo como un animal salvaje
4 # Este feudalismo con bombas atómicas y rascacielos
5 # Algo rojo, amarillo y morado; republicano
6 # Nicaragüeando el resto de los ochenta contra los Contras
7 # Vestido como una rata y con una valija llena de dinero
8 # Un muñeco gigante descuartizándose y sepultando a los animales
9 # Convidando con mate y farináceos a los suboficiales
10 # Detrás de las barricadas y rociadas de kerosén
PARTE PRIMERA
1 # Escribiendo sobre el techo del tren a vapor
A las doce horas de traqueteo, el inspector ferroviario empezó a recorrer los vagones. Me escondí primero en los baños, después hice fuelle, finalmente me ubiqué en un hueco que quedaba entre los respaldos de dos asientos.
Guarnecido en la oscuridad, boca arriba, con las piernas recogidas para no atravesar el pasillo, oía cómo varios colados más se ocultaban en algún lugar fijo mientras otros seguían migrando.
El piso de goma irregular negra estaba mugriento, con muchas colillas y polvo. Unos panaderos diente de león volaban por el aire.
Los minutos volvían a pasar lentamente y me empezaba a sentir bien, yéndome en ese tren que se hamacaba a través de la pampa. Resguardado, percibía medio cielo negro-violeta repleto de luminarias.
En el bar de la estación Jacobacci nos tomamos un café doble medio helado por el viento frío y nos subimos al “Trochita” cuando ya arrancaba.
El trencito se incendiaba y detenía a cada instante. Los pasajeros —ya casi todos mochileros o pobladores— descendían, tocaban la guitarra y pasaban el mate.
El viaje, que debió haber durado sólo unas horas, se extendió por dos días y medio por fallas mecánicas constantes.
Y así íbamos: tomando el sol, armando fogatas para calentarnos, haciendo planes grupales, durmiendo cerca de las salamandras de los vagoncitos.
Cierto atardecer no veía al Gringo por ningún lado hasta que, desde una de las plataformas entre vagón y vagón, miré hacia arriba y lo encontré escribiendo sobre el techo del tren a vapor. Tras descender me dijo:
—Auca, ¿te acordás lo que me contabas hace unos días cuando andabas obsesionado con venirte para el Sur? Bueno, recién ahora, con este viento helado en la cara, percibo también como vos el llamado de estas tierras. Se me ocurrió la letra para una canción. Tomá. Te la regalo.
—¿Cómo es lo del “llamado”? —dije mientras guardaba el papel manuscrito en el bolsillo—. ¿No era que para vos el lugar era lo de menos?
—Sí, es lo de menos porque a la historia que tengo asignada la voy a realizar esté donde esté, pero en realidad todo es un misterio; porque para vivir esa historia tengo que llegar a un territorio en particular. Sé que hay otras realidades independientes de ésta, pero sus puertas de ingreso son puntos geográficos específicos de este mundo.
—No entiendo muy bien, ¿qué tiene que ver todo esto que me decís con vos?
—Todo, Auca. En el desierto de Arizona, en mi vida anterior, accedí a otros mundos completos, igual de completos que este mundo en el que estamos ahora vos, yo y casi toda la humanidad. Y allí me quedé, sin importarme el resto de la nuestra especie.
Si no hubiese vivido últimamente tantas coincidencias entre los cuentos que había escrito y la realidad que luego se manifestaba a mi alrededor, hubiese pensado que el Gringo deliraba. Sin embargo, una serie de coincidencias sucedidas en los últimos meses había logrado que comenzase a tomar bastante en serio el asunto éste de las reencarnaciones . Lo dejé hablar:
—Y ahora, como todo ser que muere y renace, debo repetir el proceso, pero esta vez completándolo, es decir compartiendo la experiencia de estos otros mundos con los demás.
Miró en dirección a la locomotora con su columna de humo y agregó:
—Ahora siento que la desembocadura de ese río antiguo, que es mi historia íntima, queda también en el corazón de este paisaje surero.
—Che, Gringo —pregunté incómodo—, ¿vos leíste la editorial de la revista Chung Fu que escribí en abril del año pasado?
—Sí —dijo mirándome a los ojos—, y enseguida me di cuenta de que hablabas de mí. Por eso fue que ocupé tu lugar en la revista cuando te fuiste: quería saber por qué el protagonista de ese cuento escrito por un desconocido se me parecía tanto.
En ese momento el tren pasó bajo un puente que ahogó la conversación. Al terminar de atravesarlo, el hollín aumentó nuestra confusión, dejándonos pintados de mugre y a unas cuantas partículas oscuras flotando en el aire.
El Gringo se fue al baño a limpiarse la cara y me quedé solo en la plataforma, con la letra de la canción en el bolsillo y una infinita perplejidad. Desarrugué el papel y la leí, sin pensar en aquel instante que aquella canción infantil iba a convertirse algún día en el canto de batalla de un pueblo durante una insurrección.
Sin embargo, esa última noche en el “Trochita”, cuando el tren se detuvo por enésima vez, la cantamos entre corderos asados, papas asadas y botellas de vino rosado. Y también en el resto de los fogones que compartimos entre Esquel y El Bolsón con el Gringo, esa mezcla de bandolero irlandés con blusero porteño.
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La cordillera chubutense fue un espacio mágico donde el Arrayanes, ese río turquesa entre bosques de coihues y troncos dorados sumergidos, sirvió de escenario a la vida y punto de partida de las largas caminatas que cerraban nuestras jornadas —por la mañana— cuando el sol todavía era fresco y adolescente.
Dormíamos desde el mediodía protegidos por las sombras de unos pinos y al anochecer nos despertábamos; a veces participábamos de los fogones que armaban los mochileros y dejábamos que la noche larga-larga nos encontrara despiertos y receptivos, que se introdujera en nuestras fibras y nos expandiera hacia adentro, creando universos enteros a partir de simples seres humanos.
Unas chicas jugaban con un tronco esa última mañana flotando, tanto ellas como el tronco, que siempre se daba vuelta. Se oían risas.
«Ja ja ja ¡Boluda, agarrate fuerte!».
El Gringo se desvistió y se zambulló al río, alcanzando a las chicas y al tronco a nado. Se subió, al tronco, y ellas se rieron.
El tronco se volvió a dar vuelta, el irlandés cayó al agua, se dejó llevar por la corriente y ella, suave, lo depositó, después de haberle evitado los remolinos, en la misma orilla de la que había salido.
Las chicas llegaron empapadas hasta nuestra orilla y se desvistieron hasta quedar, dos de ellas, con las tangas diminutas puestas y la tercera completamente desnuda. Pensé entonces que era cierto, que el mundo estaba para el carajo, pero que nosotros dos, en ese preciso momento, no nos podíamos quejar.
Pactamos entonces con Laura, Miru y la Turquita hacer juntos un inmediato viaje hacia El Bolsón. No se me escapó la mirada clara de Laura, que bajo su piel brillante resplandecía de energía. Nos despedimos hasta el anochecer.
—Con las mochilas armadas, chicos. ¡No sean colgados, eh!
El sol del mediodía indicaba que ya era la hora de dormir. Me acomodé en la base de un pino y cerré los ojos.
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La última vez que vi al Gringo fue durante una partida de poker a orillas del río Quemquemtreu, en el pueblo de El Bolsón, al costado de un cabañón. Todos los participantes nos habíamos puesto nombres falsos de vaqueros y contábamos para la partida con tabaco armado y un surtido de aromáticos licores.
El Gringo, sentado sobre un grueso libraco de Joyce, era el infalible “Arizona Mulligan”. Yo, especialista en cocinar y devorar siempre los mismos fideos pegoteados, había sido bautizado como “Jack Fetuccini”. Estaban también Laura, Miru, una pareja de novios chilenos, un francés y tres chicos de Balcarce.
Con Arizona Mulligan, aunque nadie lo sabía, jugábamos en equipo y actuábamos y nos divertíamos. Él festejaba cuando ganaba una mano y, cuando le venían malas cartas, puteaba, protestaba o fingía deliberadamente tener buen juego con voz insegura. Entonces perdía algo de dinero y volvía a criticar todo y a llorar su mala suerte. Me asombró lo bien que exageraba y cómo a veces se imitaba a sí mismo.
Cuando los demás ya le habían perdido completamente el respeto, se puso a jugar de acuerdo a mis señas.
Laura, rebautizada como “Daisy, la Tabernera”, inexplicablemente comenzó de pronto a jugar también a nuestro favor. Sin mosquearse entraba con todo y arrastraba rivales cuando teníamos buenas cartas, sin dejar más que la seña en el resto de las jugadas. Exteriormente permanecía inmutable pero su modo de jugar era alevoso.
En una mano en que levanté poker servido de nueves, le dí un largo sorbo a mi botella de licor para que el Gringo supiera que había muy buen juego.
Silenciosamente puse algunos morlacos sobre el sector de tierra que —con un repasador mugriento encima— hacía de mesa. Él me desafió a los gritos con un dejo de inseguridad en la voz y apostó fuerte. Rápida, Laura subió la apuesta antes de que el resto entendiera cómo venía la jugada. Los demás entramos callados. Yo incluso subí moderadamente el monto, a lo que nadie se negó.
Más tarde, cuando todos —excepto el Gringo y Laura— se habían ido a dormir, tomé el fajo de billetes y lo dividí lentamente entre él y yo. Le dije:
—Dale la mitad de esto a Miru, que no está bueno haberlas dejado sin un cobre.
—Yo sabía que contra las mujeres no podíamos jugar al poker en serio, flaco. No son ellas. Somos nosotros. Es que no les podemos ganar sin sentirnos unos hijos de puta patriarcales. Si no pasa como con Laura —dijo señalándola— que te regala la guita mano tras mano sin inmutarse…
Se fue a dormir. Laura y yo nos preparamos un café y dividí equitativamente lo que quedaba de dinero con ella. Se lo merecía. Había arriesgado lo poco que tenía sin saber por qué y esa noche...
—No te tomés el trabajo —me dijo—. A la plata quedátela vos. Es un “fondo común” de los dos por si necesitamos comprar algo de acá en más.
—¿Cómo decís?
—Que ya está, que ya resolvimos nuestra economía. Ahora nos podemos dedicar a cosas más interesantes.
...Y esa noche nos acostamos entre la oscuridad del cabañón, los cadáveres de las botellas de licor, las mochilas y los mochileros que nos pedían silencio.
Al día siguiente el Gringo dejó las nimiedades y el confort, desterró los residuos de su memoria y comenzó a no ser más que un animal desconcertado habitando un mundo extraño. Miru y la Turquita se volvieron a La Plata a continuar su historia universitaria. Laura y yo nos quedamos en el Sur.
2 # Enamorados de las lunas rojas eclipsándose
El ocaso empezó a borronear los colores del cuerpo femenino de la geografía. Miré a Laura, me miró, nos reímos cómplices. No había dónde ir ni nada que hacer que no fuera dejarnos llevar y procurarnos cada día un poco de pan casero y algunas verduras.
Entramos a una granja a pedir agua fresca y nos atendió un ex hippie con un rifle en la mano, los ojos saltones asustados, un gorro artesanal y la cara oculta detrás de una enmarañada barba castaña.
—¿Son algo del Lonco? —nos inquirió.
—¿Qué estupidez es esa? —respondió Laura, malhumorada—. Vinimos a buscar un poco de agua. Si tanto te molesta, damos la vuelta y a otra cosa.
El tipo dudó, bajó el rifle y nos dijo:
—¡Ah, bueno! Si es así disculpen... no sólo les voy a dar el agua que necesiten. También los voy a alcanzar en la chata hasta donde vayan. Es mejor no pasar la noche por estas zonas durmiendo en el suelo como los animales. Ya las cosas por acá no son como antes, cuando me vine a vivir hace ya treinta años...
—Y sí, eran otras épocas. Adonde nos puedas acercar… siempre y cuando no sea para Epuyén, que de ahí venimos... nosotros agradecidos.
Miramos para adentro de la granja y vimos a unos cuantos mapuche vestidos con camisa y pantalón, cultivando frutillas y sudando debajo del último sol de enero.
Laura fue al interior de la granja por agua y aproveché para revisar mis notas de enciclopedia sobre la guerra civil española, que siempre llevaba conmigo:
«Por todo el sur de España, durante los años ‘80, ‘90 y el primer decenio del siglo xx, el anarquismo siguió propagándose como si fuera una religión, acosado por las persecuciones o el hambre, pero nunca vencido, cada vez con mayores cantidades de trabajadores agrícolas convencidos de que un día, quizás después de la próxima incautación de tierras, se derrumbaría el edificio de la vieja España, con curas y terratenientes, y llegaría el mundo del amor y de la redistribución de la tierra».
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Dentro de la caja de la camioneta, nos apoyamos contra las mochilas acomodadas contra el vidrio de la cabina. El viento frío jugaba con nuestros cuerpos y silbaba alrededor. Afuera, unas nubes redondas y atrevidamente bajas simulaban ser una bandada de fantasmas macho seduciendo a los fantasmas hembra, lo más tranquilas, de hielo, recostadas contra los cerros.
Me vi en el espejo retrovisor y no me reconocí: tenía mucha barba, la cara quemada por el sol.
Llegamos después a Bariloche, compramos un licor de caña y chocolates.
Nos fuimos a caminar por la orilla del lago. En el bolsillo de la campera de rezago llevaba la botella. Sentados, alternamos los sorbos y los besos mientras una luz tibiecita, la última del día, se desintegraba en las fauces de la noche.
Oscureció. Ella ya había decidido volverse a La Plata, así que no quisimos desaprovechar nuestra última noche juntos y, a pesar de la ropa, el frío y la gente que de vez en cuando pasaba cerca de los bancos del Centro Cívico, nos la ingeniamos bajo las mantas para echar uno incómodo pero emocionante.
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Al día siguiente, en la estación Bariloche, nos enteramos de la huelga de trabajadores ferroviarios y de la imposibilidad de conseguir pasajes de bus por la alta demanda. Nos fuimos cuesta arriba, atravesando las calles de piedras y tierra gris del barrio Frutillar.
Una anciana indígena nos dio la bienvenida:
—¡Hijos de puta, ladrones, asesinos!
Continuamos caminando por el barrio y vimos en las ventanas, en los portales, en los almacenes, en las esquinas, en los bares, a decenas de personas que nos clavaban los ojos con dureza y frialdad.
No había lugar en ningún hotel porque era temporada turística. Buscando, se nos hizo tarde para trasladarnos a alguna zona donde acampar.
Decidimos alquilar por una semana una piezucha en el barrio donde estábamos. «Total Ale, semana más semana menos, si no doy los exámenes finales no es la muerte de nadie».
Laura insistía en que si yo no comía carne iba a terminar volviéndome anémico. En consecuencia, se dispuso a preparar un pollo al ajillo.
—Tenés un cadáver en el horno. ¿No le vas a dar cristiana sepultura?
—No, yo soy judía.
—Cierto, ¿y el pollo?, ¿qué habrá sido en su granjita? A lo mejor se había convertido al hinduismo y vivía convencido de que iba a morir de viejo, y que si hacia méritos suficientes, iba a reencarnarse en pavo real.
—¡Y qué mejor mérito que morir como un mártir para salvarte la vida a vos! Ya te dije que si seguís comiendo sólo verduritas vas a sufrir una descompensación y te vas a volver anémico —dijo mientras condimentaba a nuestro amigo con ajo picado y sal, paseándose lo más natural por la cocina, vestida únicamente con una de mis camisetas gastadas y llevando en la mano sus sandalias.
A cada paso movía las piernas de un modo peligroso para la estabilidad de esa camiseta. La agarré suavemente por la cintura, la tendí sobre la mesada y me coloqué encima de ella, que empezó a darme unos besos furiosos.
Cuando tomé conciencia, ya estaba dentro de su cuerpo, compartiendo nuestras almas el mismo espacio invisible.
Aquieté la respiración para tomar fuerzas; era demasiado tarde: Laura se movía balanceándose desde abajo y enroscaba con fuerza las piernas alrededor de mi espalda, cayéndose primero al suelo los trastos de cocina, dos sandalias, y después nosotros, sin saber si nos pinchábamos con los tenedores o si nos clavábamos las uñas.
Arqueé la espalda, me acomodé encima de ella y apoyé los brazos estirados contra las baldosas húmedas. Enroscados como serpientes, rodamos para los costados y ella —sin salirse— desarrolló una variante acrobática de la ya de por sí sofisticada postura del “helicóptero”, montándose de espaldas sobre mí.
Quedamos luego tendidos en el piso, desfalleciendo, cruzados el uno contra el otro, acariciándonos y respirando agitadamente.
Al pollo con ajillo lo revoleamos un poco más tarde por el incinerador.
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A la medianoche se armó un descontrol inusual en las calles del barrio.
Nosotros seguíamos tirados, intensamente callados y planeando reincidir cuando escuchamos cómo los mapuche, afuera, templaban los tambores y entonaban canciones en su lengua.
Nos asomamos por la ventana y vimos las sombras de las mujeres danzando magistralmente alrededor de un improvisado altar. Los hombres giraban en sentido inverso por el lado de afuera. A los de las guitarras les pedían:
—¡Toquen Mahuida! ¡¡Toquen Mahuida!!
La voz de una mujer dio vida a una melodía y las de los demás se fueron incorporando poco a poco a la canción. Al tiempo, una larga flauta emitió una nota sola descolgada del resto de la música.
Me resultó escalofriante y encantador a la vez.
Una anciana de mirada dura y profunda acompañó toda la ceremonia tocando un timbal tallado en madera dura.
Estaban perfectamente compenetrados y la ceremonia se prolongó durante toda la noche, así como también durante las seis noches siguientes que completaron nuestra estadía en el barrio aborigen.
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Sucedieron varios crepúsculos y nosotros dos seguíamos juntos, sabiendo que en cualquier momento nos separábamos, sacándole el jugo a cada instante como quien toma conciencia de que le quedan unas pocas horas de vida y para quien cada bocanada de aire es una bendición pulmonar.
Un día cualquiera —maravilloso— marchamos por la Ruta 258 y nos metimos en un local cerrado en el vértice de un empalme de caminos.
Las luces estaban apagadas y las sillas sobre la mesa, dadas vuelta. Había buen vino sobrante del día anterior y una pianola frente a la que me senté.
—No hay mayor felicidad —dijo Laura— que la felicidad animal de escuchar y obedecer al propio cuerpo sin chistar.
Me corrió una tormenta por dentro. Aunque éramos dos tontos sin talento ni futuro me sentía muy bien. Ella se empezaba a agitar de nuevo y después, cansados y cubriendo nuestra desnudez del frío con un par de mantas, descansamos sobre un sillón.
Antes de que el sol dormido del verano saliera, nosotros dos salimos de vuelta a la ruta.
Las estrellas, miles de soles tenues, amables, eran mucho mejores guías que el sol. Lo saben todos los que perdieron la brújula por la borda, los que atravesaron largas carreteras, los prófugos nocturnos de la ley, los tuareg y gitanos jefes de sus caravanas, los huicholes y sus venados mágicos, los enamorados de las lunas rojas eclipsándose, los seres errantes que no esperan malhumorados que los lleven.
Ser habitantes viajeros de la noche larga no era sólo un cambio de horarios sino también en la forma de mirar el mundo; era estar a contramarcha, regocijarse con la aparición de cada estrella, hacerle un corte de manga a la luz que nos encandilaba, nos hería, que pretendía hacernos entrar en razón; era cruzar el tiempo eludiendo a las multitudes sedentarias y a la rutina.
En esos caminos supe que no es hoy aquí y mañana allí lo que me seduce, sino el traslado mismo.
La foto de mi vida la quiero así: rebosante de energía, de a dos, viajando de noche en una ruta del Sur, sucio, con la campera verde de rezago gastada y los borceguíes, instantánea, borrosa...
3 # Rollos de papel higiénico ecológico con sus manifiestos
El Tronador era impresionante. Los hielos blancos, negros, eternos, se estremecían con el estruendo de sus entrañas. Los bloques gigantes de hielo se desprendían de las cumbres y no eran sus caídas en el vacío las que provocaban las explosiones sino los mismos desprendimientos. El monte estaba vivo y en perpetua rebelión.
Emprendimos la picada desde Pampa Linda antes de que amaneciera. Recorrimos durante la mañana los diez o quince kilómetros de piedra y nieve, dormimos en pleno atardecer dentro de la tienda de campaña de Laura en las cercanías de un refugio Otto Meiling repleto de gente. Al atardecer contemplamos los valles en mil direcciones desde una posición privilegiada. Decidí que esa marcha era mi hogar.
Entré al refugio de madera y hormigón a dos mil metros de altura. Saqué un pan casero aún tibio comprado en Pampa Linda, pedí prestada una cacerola y la llené de agua en la cocina económica del Meiling. Mientras Laura sorbía el agua caliente escurrida entre los palitos verdes de la yerba mate comenzó a desarrollarse en el refugio una actividad de hormiguero previa a la tormenta.
La muchedumbre que ahí se albergaba bajó rápido por la senda hacia el valle y sólo quedamos nosotros dos, compartiendo el mate con un par de brasileños.
—Chicos, los ruidos son bastante más fuertes que lo habitual y no sabemos lo que pueda pasar. Van a tener que descender.
—Se acaba el agua del termo y nos vamos —le respondí al refugiero.
—Disculpen, pero ahora mismo van a tener que irse; el refugio queda cerrado hasta próximo aviso.
Nos despedimos de los brasileños y volvimos a nuestro punto panorámico.
¡Cuánta intensidad, cuántas nubes y riscos, cuánto abismo que ignoramos hay en el mundo nuestro de cada atardecer! Para donde mirásemos se extendía un cinturón de agua dulce: el Nahuel con su Triste brazo, la laguna Frías, aquello de más atrás que debía ser el lago Mascardi, la cumbre del mismísimo Tronador que aparecía y desaparecía según el capricho de los nubarrones oscuros.
—Si un día me caigo por alguno de estos abismos, si el camión que me lleva se desbarranca, si me come algún bicho, lo que sea. Si sufro una descompensación, que no me llore nadie. Ni “pobrecito” ni nada. No tengo nada pendiente y es maravilloso, llegado el caso, terminar así. Frente a esta inmensidad quiero agradecerte mi estadía en tu cuerpo, Tierra. Mi país grande y redondo. ¡Pachamamita mía!
—Alejandro, mirá que sos tarado, eh. No grités así que vas a producir un derrumbe.
—Estás celosa. No te aguantás que tenga un romance con otra. A mí, en cambio, no me molestaría que me engañes con el viento. Mientras no me use la bata.
—¡Largá, Neruda! Tengo un presentimiento. Si nos quedamos pasará algo malo.
—Está todo tranquilo. No hay peligro. Sólo el refugiero anda un poquito inquieto.
—Ale, el refugiero es el único que queda arriba, aparte de nosotros dos.
—Apenas se sienten algunos ruiditos, ¿no?
Sin decir nada más, Laura se puso de pie, se enrolló en una manta y comenzó a bajar. Pensé en cuidarla. Me arropé y descendí enganchándome todo tipo de arbustos en el cuerpo, siguiéndole el ritmo frenético en la oscuridad con el constante retumbar del monte como orquesta de fondo. Al llegar a sus pies, el Tronador decretó en todo el valle un silencio blanco y helado.
—¿Viste? El espectáculo fue sólo para nosotros.
—El espectáculo recién empieza —anunció ella envuelta en sombras y mantas.
Una décima de segundo después se desencadenó la tormenta más violenta que la Patagonia haya parido alguna vez: los perros pasaban volando, nevaba con virulencia, granizaban piedras como meteoritos, el vendaval arrasaba al ganado y arrancaba árboles milenarios de raíz. La naturaleza estaba loca, demasiado humana.
Corrimos desesperados y nos resguardamos en el interior de una cueva que se abría bajo un farallón de piedra internándose en el magma terráqueo.
Medimos el diámetro con las lucecitas efímeras de los fósforos, instalamos los muebles de piedra, corroboramos la resistencia de las paredes y la consistencia del techo, acomodamos las mochilas, bloqueamos los charcos hijos de las goteras, nietos de la lluvia, bisnietos de la deforestación amazónica. Cueva de pumas, zarigüeyas y zorros.
Salí a buscar unas ramas para calentar la cueva.
La hinchada colonialista e imperialista de Colón de Santa Fe me arrojó piedrazos desde la bandeja superior del cielo. Corrí bajo la tormenta y revoleé por encima de la cueva todo lo sólido que encontré en el piso. «Soooy tatengue, soy tatengue, yo sooooy... »
—Ale, ¿me explicás qué carajo estás haciendo, por favor?
—Es inefable, Laurita, inefable. Tengo los ojos llenos de esta belleza, de convivir con tanto crepúsculo, tanta ruta, tanta falta de pensamiento.
—Sí, sobre todo eso último. Dale, entrá que te vas a empapar.
Nos pasamos encerrados en la cueva las dos noches siguientes, masticando el pan y el contendido de las latas que nos quedaban, sin poder encender un fuego ni hacer el amor ni embriagarnos.
La última noche lo conocimos al Doc, de grueso bigote, camisa a cuadros y pipa. Estaba loco de contento y nos llevó a conocer su tribu y su descubrimiento.
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El Doc vivía en una aldea-laboratorio en un puesto de veranada mapuche; zona alta inaccesible en invierno por el frío pero que en verano era reserva de agua y grama tierna para los animales. Sin embargo, la tierra en la que los paisanos estaban confinados en invernada, esos cuadrados entre alambres desparramados contra el último cerro, era insuficiente para que se alimentaran ellos y el ganado; por eso desde que los blancos los habíamos expulsado del paraíso trashumaban hasta bien entrado abril, cargando sus bártulos a cuestas, cruzando ríos y desiertos.
Nuestro anfitrión nos explicó esto mientras nos servía un par de cafés calientes con un chorrito de whisky escocés que sacó de su bolsillo. Laura y yo estábamos resfriados y la mezcla realmente bajó muy bien.
El Doc sabía preparar también otra poción: con irritante parsimonia cortó en trocitos unos hongos disecados y los colocó en un tubo de ensayo, sumergiéndolos en un líquido transparente que nos aseguró que era ginebra. Logrado un engrudo, agregó un polvo rosado anunciando que era su toque maestro, la “especialidad de la casa”.
—Esta última sustancia no es imprescindible, pero le da al preparado un agradable sabor a fresas silvestres.
Tomó con una pinza el tubo de ensayo, calentó el menjunje unos segundos y lo estacionó a temperatura ambiente.
—Soy químico —nos dijo—, y estoy ensayando combinaciones con estos hongos del desierto. Así solos no son gran cosa, pero combinados con algún aguardiente se transforman en una verdadera sustancia catalizadora de potenciales.
Mientras hablaba, le brillaban los ojos.
—Fíjense que primero los probé con un pehuén solitario que se alza cerca del Aluminé y en este momento es considerado “pino santo”. Ya debe medir igual que una sequoia. Después ensayé con un zorro: no saben el trabajo que me costó que bebiera, pero una vez que conseguí hacerle engullir la dosis se transformó; parecía un demonio. Sin hacer caso de los gritos que le dimos para asustarlo, se fue comiendo a todas las gallinas de las granjas aledañas, no sin que se me armase, como se imaginarán, un quilombo de novela. Finalmente hace tres días probé con el monte Tronador: todo un éxito, aunque de esto creo que ustedes ya fueron testigos, ¿no?
Hizo una breve pausa y preguntó:
—¿Qué les parece?
—Demente —opiné.
—¡Pero Alejandro! ¿No entendés la magnitud de mi descubrimiento? Esta sustancia puede dominar al mundo. Será el mayor progreso que conozca la ciencia.
—Sí Doc, entiendo; por eso me parece demente.
—Es un invento revolucionario del carajo. ¿Y vos, Laura?, ¿qué opinás?
Ella ni contestó. De fondo, se escuchó un nuevo crujido del glaciar.
—Imaginen el efecto que puede tener en el cerebro de un humano, en los cerebros de los integrantes de un ejército bien comandado. Yo lo llamo “antú”, el dios del sol entre los mapuche, porque quien toma contacto con esta sustancia se convierte inmediatamente en un pequeño sol resplandeciente.
Hizo una pausa para mirarla fijo:
—Vos Laura, es muy sugestivo que te llames así, ya que tu mismo nombre llevó el único monarca femenino que hubo en estas tierras: Laura Teresa i. Quizás algún día, en caso de que seas la reencarnación de aquella gloriosa reina, todo esto te pertenezca. Llegarás a controlar los medios de producción y el antú será un símbolo de poder que podrás repartir ampulosamente entre tus ministros y miserablemente entre tus súbditos.
Laura ni le contestó.
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Salí y me senté, con las orejas entre las rodillas sobre la tierra apisonada. Un niño usó el mango de una pala como caballo, carretilla, máquina cortadora de césped. Miré alrededor y hacia abajo: el suelo del valle estaba destrozado, las cabras arrancaban el pasto de raíz y la erosión hacía el resto.
Demasiadas huellas, demasiado viento, demasiado poco espacio...
El Doc y Laura seguían charlando en el laboratorio detrás de la puerta.
Me alejé mirando las estrellas, atravesé un arroyo por un puente de troncos y escuché el ruido del agua que corría tratando en vano de poner en orden mis pensamientos. Algo me resultaba imposible más allá de la tormenta de la que habíamos zafado y de la sustancia del Doc: una cosa cada vez más inmensa e intensa que se abría paso con ferocidad. Me sentía como un dique queriendo abrir las compuertas y —simultáneamente— resistiéndose con todas las armas lógicas disponibles.
Así, como un ciprés taciturno y confuso, continué taciturno y confuso durante toda la noche sin pegar un ojo. Los mapuche se despertaron en sus toldos y las primeras luces despuntaron por un costado del mundo.
Me dormí luego sobre la hierba.
Estaba congestionado y algo preocupado.
Soñé que me alejaba por un camino de troncos desde una taberna en las fronteras de lo oscuro y conspirante. Supe que no era parte de su clientela y me descubrí más viejo y sabio, más solitario y escéptico.
Me agaché y observé el suelo degradado. ¿Qué buscaba con tanta pasión?, ¿hormigas?, ¿hongos silvestres? No: diminuto, casi invisible, ahí estaba yo, que me empezaba a inflar, se me deformaban los rasgos y me convertía en algo enorme, ridículo e inverosímil. No hallé nada dentro de mí y exploté reventando la cubierta.
Al rato estaba más liviano. Tenía el pelo largo y cobrizo. Flotaba. Había recuperado el enfoque obvio de los sentidos. Caminaba por el sendero de troncos más interesado en los bosques, la luz, los caballos, las mujeres, que por lo “interior”, es decir tripas, pulmones, alma, inconsciente, pasado, columna vertebral.
En este nuevo estado me llamó la atención la capacidad digestiva de un teatro. Volví a pasar por la taberna en las fronteras de lo oscuro donde se fabricaban bombas y se descubría la dinamita, se creaba arte y artillería ideológica para atacar al teatro; pero éste lo devoraba todo, lo moldeaba en forma de producto comercial y lo consumía: elaboraba caramelos de fresa con la sangre coagulada de los fabricantes, rollos de papel higiénico ecológico con sus manifiestos. Por último, se zampaba a la taberna entera.
Yo miraba con impotencia, sin poder hacer nada de nada. Mientras tanto, la selva se metía en las calles y los helechos se inclinaban buscando el curso de un río diáfano que inundaba al teatro. Las casas chatas de adobe y piedra se adueñaban de la anatomía de Latinoamérica; y en los muslos del subcontinente, una mujer desconocida me decía que dejase de combatir al titiritero de ese teatro que era mi vida, porque el titiritero era yo. Me miraba con sus ojos negros. Me enamoraba ad infinitum.
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Nos quedamos a vivir con el Doc y los mapuche en el puesto de veranada. Supimos que en esta tierra con gas y petróleo, minerales y ovejas, bosques con frutos y madera; vivía un pueblo marginado y orgulloso contra el que se libró la guerra más larga de la historia de la humanidad.
Pese a ser muy reservados con los extranjeros, fui aceptado gracias a mi apellido latino Auca, que traducido del mapudungun significa “rebelde marginal y guerrero”.
—¿Política? No me interesa mucho, Amaranta. Prefiero ser independiente.
—Sí, don Alejandro. Nosotros también preferimos ser independientes. Por eso le pregunto si quiere que le hable de política.
Inusitada vuelta de tuerca. No me pude resistir a ese pan recién amasado, recién horneado, recién convidado...
Para reconstruir la historia de conquista y arrinconamiento que sufrieron los mapuche, la gente de la tierra, no hay más que agarrar la historia oficial y limarle la ideología criolla. Donde diga “civilizar” leer “querer quedarse con todo lo que existe, empezando por los bosques, el territorio, y llegando hasta el alma y la conciencia de los demás”. Entre las provincias del Neuquén, Río Negro y Chubut había más de cincuenta comunidades, desde las más combativas a las más conciliadoras.
Tras escucharla, busqué entre mis notas de enciclopedia:
«La mayoría de los trabajadores sin tierra no tenían siquiera un huerto. Así pues, los campesinos respondieron al llamado del anarquismo, y en 1920 la mayoría de los trabajadores agrícolas andaluces y extremeños eran total o parcialmente anarquistas».
Aunque en ocasiones Amaranta mencionó algo de un “cacique blanco”, el Lonco Huinca, de líderes no hablamos. No conocía sus rostros y —por ende— tampoco me interesaban sus nombres ni inmiscuirme donde ella se mostraba reservada.
Cuando luego nos reunimos con Laura y el Doc, sin embargo, el tema del Lonco Huinca, —a quien él también llamaba “el Kid”— se volvió cargoso.
—Doc —dijo Laura—, ¿quién es ese Lonco Kid del que tanto hablan?
—¡Ah... el Kid! —suspiró teatralizando—. El Kid es la esperanza de esta gente, el Vuta Huentru, la constelación de Orión, anunciado por los profetas y enviado por Nguenechén. Él devolverá la tierra a sus legítimos propietarios y despertará al volcán dormido. Hoy mismo ya simboliza la dignidad que le suele faltar al hombre blanco. El Yin dentro del Yang, ponele.
—¿Pero cómo pueden estar tan obsesionados con una leyenda?
—¿Una leyenda? —soltó una carcajada—. Te voy a contar una leyenda: en el siglo diecisiete, un tal Luis Ponce de León vino aquí a buscar esclavos, y en cierto modo se salió con la suya; pero entre sus hombres hubo un desertor, un Sargento Cruz que se unió a los débiles. Este caballero fue un holandés de la escuadra de Bower que se cagó en la empresa esclavista: organizó la resistencia, distribuyó armas de fuego entre los mapuche y los instruyó en la batalla moderna.
—Todo muy interesante, ¿pero qué tiene que ver con lo que Laura te preguntó?
—Verás: nuestro Kid también es holandés y para los “mapu” es la reencarnación de aquel héroe. Y no sólo está vivo sino que también está reorganizando a todas las tribus rebeldes de la Araucanía. Sin ir más lejos, me mandó llamar anoche: quiere conocer los últimos detalles de mi descubrimiento. Salgo pronto para su Campamento Base en Aluminé. Parece que es importante. El tiempo se acelera en estos días. Es más: necesito alguien discreto que se atreva a acompañarme, y un indio podría despertar sospechas, ¿sabés?
Se hizo un hueco en la planicie del mundo.
—Ni se te ocurra —me advirtió Laura.
En la madrugada del segundo día yo ya estaba en camino con el Doc y su cargamento de hongos fermentados.