Sherpa. Ensayo sobre la inmortalidad

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SUMARIO

 

Prólogo, de Vicente Merlo

 

0- Definiendo los preparativos para la expedición

- La inmortalidad y los sherpas

- Investigación y práctica

- Las tradiciones inmortalistas

- Herramientas, prácticas, vías, expediciones y abismos

- Tras las huellas de Utnapishtim

- El ocaso de los dioses

- La epopeya de Tenzing Norgay

 

1- Breve historia épica de los sherpas.

- Miyolangsangma y los serpas

- Protección y advertencias de la diosa

- Las primeras expediciones

- Ang Tharkay y la segunda generación

- El encumbramiento de Tenzing

- La expedición británica de 1953

- Los dos asaltos a la cima

- El legado espiritual de los sherpas

 

2- Grandes cumbres y abismos del Himalaya interior

- El montañismo interno

- La morada de los dioses y otros inmortales

- Inmortalidad e iluminación

- El deseo de morir

- La conciencia de la muerte

- Reinhold Messner: mística de alta montaña

 

3- La cordillera del alma, nudo de la realidad

- Conciencia álmica e inmortalidad

- La arista final de los anhelos

- El compañero invisible

- El juego arquetípico del alma

- El impulso hacia el Espíritu

- Sadhana: unificación de cuerpo y alma

- Estableciendo un ritmo inmortal

- La geografía planetaria como mapa interior

- Una medida de ascenso

 

4- Meditando ante el despliegue de la creación

- Inmortalidad en estilo alpino

- El círculo virtuoso de la meditación

- El acecho, clave del ascenso

- Observar el génesis del “samsara

- La asistencia de la gracia

 

5- Amor y sexualidad, cordada de los inmortales

- Una cuestión entre dos

- Los suicidios en solitario y sus excepciones

- La cordada perfecta de los “nedrogs”

- Parejas que escalan ochomiles juntos

- Néctar y ambrosía

- La primera pareja de inmortales

- El océano primigenio de leche

- Cimas de placer

 

6- Las tecnologías internas como factor evolutivo

- El Paleolítico Superior

- Mitología sherpa: Tashi Tseringa

- Los “yetis” de la psique

- Consecuencias de una filosofía inmortalista

- La herejía de los ochomilistas

- Cinco grandes tesoros de las nieves

 

7- Vías orientales y amerindias a la inmortalidad

- La larga marcha del inmortalismo oriental

- Vía hindú: el hatha yoga

- “Asanas” y ley de la gravedad

- Vía china: la alquimia interna taoísta

- El curso circular de la luz

- Vía mexicana: el nagualismo tolteca

- Una ruta escarpada

 

8- Vías occidentales a la inmortalidad

- El flanco occidental

- Una vía muerta: la genética

- Vía mistérica: el esoterismo occidental

- La “cultura galáctica”

- Vía inmortalista: el “renacimiento”

- La inmortalidad en tres etapas

 

Epílogo: ante la agonía de lo Absoluto

- Notas bibliográficas

 

 

PRÓLOGO

Vicente Merlo

 

"Sherpa: ensayo sobre la inmortalidad" es un libro sugerente y para algunos quizás desconcertante. Aquellos que todavía participan del paradigma agonizante que considera, auspiciado por el cientificismo prepotente, que con la muerte del cuerpo físico termina toda conciencia asociada a éste en vida, probablemente ni siquiera se acercarán a estas páginas.

Pero, desconcertante, y sin duda sugerente, puede resultar también para quienes se hallan no en una concepción materialista como la anterior, sino en alguna de las concepciones espiritualistas que ven en el cuerpo una cárcel del alma, un fardo indeseado, o al menos un obstáculo en el camino de la realización espiritual. Una realización espiritual que se concibe, justamente, asociada a la “liberación” del cuerpo, del karma y de la necesidad de volver a encarnar, una y otra vez, en esta sufriente e inquietante rueda de la vida, que diríase fruto de un “castigo”, al menos de una “caída”, si no de un demiurgo no demasiado benevolente.

Y, sin embargo, esas son dos de las concepciones dominantes hoy. Frente a ellas, Federico Paz teje con soltura y belleza una narración deliciosa en la que el sherpa se convierte en símbolo central del “montañismo interior”, es decir de la escalada a las cumbres de nuestra consciencia, a las cimas de la realidad, a los Himalayas del alma. Si bien se trata de una metáfora muy empleada, rara vez ha sido tan desarrollada como en esta obra que supone un reto para las concepciones espiritualistas que todavía no se han reconciliado con el cuerpo.

Efectivamente, en ella encontramos una breve historia de los sherpas, encargados no sólo de llevar la carga de los escaladores, sino también de mostrar el camino y de ejemplificar el esfuerzo, la resistencia y la humildad, con una constante comparación entre el alpinismo de las altas cumbres, “los ochomiles”, y el ascenso a las cumbres nevadas del Espíritu.

Esto hace que el libro sea ya de gran interés para los aficionados a la escalada y el montañismo, pues los hombres y mujeres que han hecho historia en semejantes proezas físicas nos acompañan a lo largo de toda la expedición. Ahora bien, no cabe duda que sus gestas son metáfora que nos transporta a las hazañas espirituales de los “inmortales” y a las ideas e ideales de los “inmortalistas”.

Los “inmortalistas” son quienes acarician la idea de una inmortalización del cuerpo físico. No como un desesperado intento de escapar de la angustia ante la muerte, sino como una recreación de la inmortalidad esencial que, como reconoce el autor en alguna ocasión, es la inmortalidad del espíritu.

Los “inmortales” serían no los “dioses” al estilo griego, que, en su mayoría al menos, parecen no haber sido nunca humanos, sino aquellos seres humanos que han alcanzado la posibilidad de seguir viviendo en el mismo cuerpo físico durante todo el tiempo deseado, atravesando los siglos. Una versión moderada de este ideal, o una manifestación del mismo, sería la “longevidad” de la que se nos habla en distintas tradiciones, desde la hebraica hasta la taoísta, por poner sólo dos ejemplos.

Una de las virtudes del libro es la agilidad con que se recurre a las más distintas tradiciones para ilustrar la tesis central. Como era de esperar, la tradición hindú, a través del Yoga y especialmente del hatha-yoga y el tantra, así como la tradición taoísta, pasan a un primer plano, por la cantidad de referencias que conservamos.

Pero no faltan en la expedición los senderos amerindios ni las más recientes versiones de la “filosofía inmortalista” tal como se presentan en lo que el autor denomina la “cultura galáctica”, y muy especialmente en las concepciones asociadas a la técnica conocida como rebirthing (renacimiento), que no hay que confundir con el renacimiento / reencarnación, a cuyo auge asistimos no sólo desde las tradiciones orientales sino también desde las más diversas enseñanzas esotéricas contemporáneas, así como desde investigaciones actuales independientes.

Hay muchas cosas que hacen de este libro una obra de gran interés. Obviamente, no porque ofrezca pruebas incuestionables, “científicas”, de la existencia de algunos inmortales, algo que en ningún momento trata de hacer el autor, y que si bien puede defraudar a los más analíticos cientificistas, sitúa al lector en un cómodo lugar de acompañante de estas narraciones plausibles que entrelazan mitos y leyendas con descripciones y confesiones que apelan a una intuición y una esperanza puestas en la posible inmortalización del físico. Esta intuición se asienta en un nivel más profundo del ser humano, y no siempre depende de las demostraciones intersubjetivas, "irrefutables", de la ciencia actual.

De gran interés, entre otras cosas, porque sin abandonar el hilo conductor de esta fascinante travesía, el autor va ofreciendo abundantes referencias y ricas reflexiones acerca de muy variados temas que constituyen aspectos relevantes en alguna de las tradiciones inmortalistas, o en todas ellas. Pienso, por ejemplo, en la cuestión de la meditación, tratada con acierto, o en la actitud de “acecho”, o en esa importancia concedida a la pareja y al grupo en la escalada, en el ascenso, con correspondencias y analogías muy oportunas y significativas entre las parejas tántricas y las parejas de escaladores, cuya ayuda mutua resulta indispensable para “ascender” a las cumbres más difíciles.

Pues de eso se trata, de plantear la posibilidad de que las más altas cumbres no necesariamente sean las de un beatífico nirvana más allá de esta tierra o una liberación luminosa más allá de este cuerpo, sino que, partiendo de ellos y como ideal que regule nuestra existencia y guíe nuestra forma de vida, aparezca a la lejanía la posibilidad real, acaso ya lograda en un puñado de ochomilistas del alma, de conservar a voluntad el cuerpo físico, en este caso, qué duda cabe, alquímicamente transformado, tántricamente sublimizado, yóguicamente supramentalizado, convertido ahora ya en un flexible y luminoso canal de expresión del alto voltaje que desde las cumbres nevadas de la “conciencia álmica” pueden descender hacia otros buscadores, lanzando la cuerda y el ejemplo que permita a otros tan luminosa “ascensión”.

Un libro para disfrutar, tanto como para cuestionar algunos de nuestros presupuestos más firmes. Un libro pionero en la re-apertura de este valiente camino.

La siguiente cita del libro resume bien la tesis central y el método analógico empleado, en el que la correspondencia entre lo que sucede en el montañismo exterior y el alpinismo interior resulta elocuente: «La mayoría de las veces morimos por no reconocer los propios pensamientos antes de que estallen o se transformen en un alud que nos sepulta».

 

 

0- DEFINIENDO LOS PREPARATIVOS PARA LA EXPEDICIÓN

 

«No quiero alcanzar la inmortalidad a través de mi obra; quiero alcanzarla por el sistema de no morir». (Woody Allen)

 

La inmortalidad y los sherpas

 Al comienzo de la escritura de estas páginas estaba interesado, como núcleo de una indagación experimental y filosófica, en el arte de la alquimia interna, en el cuerpo y el alma humanos como laboratorios donde poner a prueba las máximas aspiraciones de cada tradición espiritual o religiosa: longevidad, paraíso, maestría amatoria, redención, iluminación, inmortalidad, etcétera.

Pero a partir de un cierto momento preferí concentrarme en exclusiva en este último logro, pues hasta donde alcanzo a ver es la más alta cumbre alcanzada por los linajes iniciáticos de todas las tradiciones. Así, quien fuera un inmortal realizado podría darse el gusto de pasar algunos siglos en el paraíso terrenal, de redimirlo todo, de ser un maestro en el arte de la alcoba y en cualquier otro que le apetezca; probablemente sea también un iluminado y, sin ninguna duda, vivirá muchos años.

Poco a poco comprendí que lograr la inmortalidad no era tarea sencilla ni que había tampoco ninguna certeza de que quien lo intentase fuera a conseguirlo. Había que hacer los preparativos necesarios, entrenarse en forma física y mental, rodearse de la gente adecuada y lanzarse hacia ello sin desfallecer ni caer en la inercia de dejarse morir. ¡La misma actitud de la que hacían gala los escaladores! Comprendí entonces que ningún otro símbolo podía resultar más adecuado que el del “montañismo interior” para describir el afán por lograr la inmortalidad.

Como escaladores de los mundos interiores, se trataba de ir subiendo poco a poco y de ir superando los obstáculos. Nada garantizaba que se pudiera lograr la meta prevista en un primer intento, pero sí que éste mostraría el nivel de las propias fuerzas y que sobre la marcha pondría en evidencia los puntos débiles y las limitaciones.

Desde entonces nunca dejé de representarme esta búsqueda como montañismo puro y duro, absorbiendo los consejos de los grandes himalayistas y leyendo sus relatos y memorias. Hurgando entre estas palabras cobré conciencia de la dimensión épica del pueblo sherpa, de su protagonismo en la epopeya de los “ochomiles” y de su legado espiritual. Comprendí que si algún ser humano en esta Tierra es el más adecuado para guiarnos hacia la inmortalidad física, éste es probablemente un sherpa de elite.

Hasta me atrevería a decir que si ellos no son inmortales realizados es porque son budistas de la tradición vajrayana o “vía del diamante”, cuyos rimpochés reencarnados son maestros en el arte de la continuidad de la consciencia entre diferentes vidas, más que de la continuidad del cuerpo físico durante una vida infinita.

Se sabe y se ha comprobado que muchos grandes lamas de esta tradición han reencarnado en lugares previamente elegidos. A partir de esto no es descabellado suponer que no exista más que un paso desde cambiarse de cuerpo como quien se cambia de camisa, a conservar el mismo cuerpo —o bien la misma camisa—, lo que es viable si se consigue mantener el cuerpo o la camisa en buenas condiciones.

Como esto no es imposible, podemos sospechar que ha de haber poderosas razones para que tantos sabios e iluminados budistas hayan deseado de todos modos morir y cambiar de cuerpo, tal como muchos nos quitamos la camisa, dormimos y luego nos ponemos otra, aunque la anterior continúe impecable.

La principal razón —arriesgaría— es la “costumbre”, que hace que cada día miles de personas mueran sin cuestionárselo y que los budistas tibetanos, incluidos los sherpas, no busquen la inmortalidad física sino la iluminación.

Ya volveré sobre la compatibilidad entre las dos grandes cumbres del Himalaya interior, la “iluminación” y la “inmortalidad”, quizás las más altas aspiraciones humanas junto con la “resurrección”. Por ahora basta decir que nadie debería renunciar a la visión de la “no dualidad radical” por aspirar a la continuidad de su cuerpo. Por el contrario, pretender que continúe el alma y el hilo de la memoria entre las diferentes vidas pero que el cuerpo deba desaparecer entre ellas es más bien una evidencia de que aún subsiste una visión dual de la existencia.

 

Investigación y práctica

Como se acaba de sugerir, habría tres grandes cumbres tradicionales hacia las que los hombres y las mujeres se han lanzado con el deseo de trascender la muerte vulgar y corriente tal como la conocemos en nuestras sociedades. Estas cumbres serían la “iluminación espiritual”, la “resurrección de la carne” y la “inmortalidad física”.

La llamada “inmortalidad del alma” sería tanto la búsqueda de la “iluminación” a través de varias vidas unidas entre sí por el hilo de las sucesivas reencarnaciones como la plataforma sin la que la “inmortalidad física” y la “resurrección” no se entienden ni se logran. Se podría simbolizar diciendo que la “iluminación”, la “inmortalidad física” y la “resurrección de entre los muertos” serían las cumbres y que la “inmortalidad del alma” la cordillera sin la cual ninguna de las tres cimas es posible.

Si uno buscase la “iluminación” quizás emprendería el camino del Vedanta o bien la senda del Buddha, como ya vimos que hacen los sherpas. Si buscase emular el misterio de la “resurrección de la carne”, se iniciaría por la vía de la cristología.

Ahora bien: ¿por dónde deberían dirigirse quienes anhelan el conocimiento práctico de la “inmortalidad física”? Lo único que está claro, sea cual sea la elección, es que estos viajeros se encontrarán formando parte de una expedición bastante marginal.

Inicialmente hubiese preferido no circunscribirme a ninguna tradición en particular, aunque ya se podía asumir que algunas de ellas tenían para aportar mucho más que otras tradiciones que ni siquiera han considerado seriamente la cuestión de la “inmortalidad física”. Sin embargo, como siempre que alguien se interesa por un tema puntual, pronto comenzaron a aparecer las fuentes escritas antiguas y los testimonios recientes de quienes se han interesado antes por lo mismo. En este caso, se hicieron visibles cinco vías vigentes del inmortalismo.

Mencionaré ahora cuáles son las tradiciones en las que parece razonable adentrarse, para así facilitarle al lector una elección de la vía que considere más adecuada para tentar su propia cima de la inmortalidad, si esa es su aspiración. Lo hago con el convencimiento de que es bueno que quien la busque saque sus propias conclusiones y asuma su propia filosofía antes de formar parte de cualquier expedición.

La paradoja obviamente reside en que si no nos entregamos de cuerpo y alma a ninguna práctica procedente de alguna tradición, o bien a un combinado de ellas, difícilmente nos sintamos atraídos hacia la vida eterna; pues este anhelo no suele ser consecuencia de la asimilación teórica de una “filosofía general de la inmortalidad” sino de un amor permanente por la vida que sólo podemos sostener a través de los años mediante una constante y enriquecedora práctica o sadhana.

Los inmortalistas son personas prácticas y activas que se dedican seriamente a su objetivo una vez que han tomado la decisión, pero no son practicantes ciegos que siguen vías muertas sin cuestionárselo. Esta paradoja se resuelve entonces practicando mientras se investiga. A medida que se investiga se aclaran muchas dudas acerca de la práctica, y a medida que se practica, el cuerpo físico comienza a asociarse al alma inmortal, a igualarse a ella en todo y a desear, por ende, la inmortalidad también para sí.

Sin la práctica es posible que los sinsabores y los traspiés que forman parte de la vida le quiten al aspirante el deseo de lograr la inmortalidad o que, directamente, nunca sienta plenamente tal anhelo. Sin la investigación, por otro lado, es probable que el practicante dedique años a lograr una inmortalidad que finalmente resulta ser que no interesaba tanto, o bien que elija vías de ascenso que no sean las adecuadas para él.

Lo mejor entonces es disponer de toda la información posible y desde el principio practicar lo que más atrae. Luego, la propia práctica indicará los ajustes que sean necesarios hacer, incluidos los abandonos o cambios de prácticas.

 

Las tradiciones inmortalistas

Las tradiciones más evidentes en las que se pueden encontrar referentes inmortales son el samkya-yoga y el tao chiao. Por eso, para la mayoría de los aspirantes lo más simple será elegir alguna de las prácticas de estas dos vías, por ejemplo el “hatha yoga” o la “alquimia interna taoísta” (neidan) y dedicar su disciplina a desarrollar tal sadhana. En la práctica y el estudio de estas dos disciplinas hay numerosas claves para quienes buscan seriamente la inmortalidad. La sola profundización en la práctica e investigación podría conducir, con los años, a un ritmo de vida auténticamente inmortal.

No obstante y puesto que todos han oído hablar de yoguis y de alquimistas que también han muerto, es preciso combinar estas prácticas con la asunción de una filosofía inmortalista que actúe tanto sobre la consciencia como sobre el inconsciente. Mientras se practica, es fundamental dejar de querer morirse en secreto.

Si se profundiza en las filosofías hinduista o taoísta, ahí también hay que separar la paja del trigo, pues en ambas tradiciones se ha vislumbrado el horizonte de la inmortalidad física pero éste no ha sido ni de lejos el único horizonte hacia al que sus practicantes y grandes maestros han dirigido sus pasos.

En el caso del hinduismo, la línea oficial encarnada en los brahmanes se dirige hacia la cima de la “percepción no dual”. Los aspirantes, por llamarlos de algún modo, son “iluministas” y en el caso de lograr su cometido ser vuelven “iluminados”. Sin embargo, hubo muchos yoguis y renunciantes a su sociedad que a lo largo de los siglos han buscado y alcanzado la inmortalidad física. La literatura sagrada de la India está colmada de historias sobre yoguis inmortales.

En la vía del taoísmo, por otro lado, la búsqueda de la inmortalidad es casi oficial, pero a veces ambigua. Aquello a lo que llaman “inmortalidad” —e incluso “inmortalidad física”— no siempre resulta ser exactamente lo mismo. A veces el cuerpo físico sobrevive tal como lo concebimos. Otras veces no está tan claro, pero en todos los casos es evidente que la materia que continúa no es tan tosca como la actual, sino que atraviesa a lo largo de la vida diferentes niveles de sutilización que a veces incluyen la desmaterialización y eventual materialización del cuerpo físico.

Para nosotros, occidentales del siglo XXI, todo esto puede parecer ciencia ficción, pero los taoístas lo consideran una posibilidad muy concreta y hay cientos de historias sobre practicantes que han realizado alguno de estos tipos de inmortalidad.

Además, existen miles de relatos sobre otros alquimistas chinos que si bien no la han logrado en el sentido de vivir para siempre, sí que han sido sumamente longevos y sabios, superando en algunos casos los dos, tres, o más siglos de vida.

Como vías alternativas, además del yoga y el taoísmo, hay otras tradiciones que de algún modo más o menos abierto, más o menos accesible, enseñan todavía senderos hacia la inmortalidad.         Dos de ellas son los linajes del nagualismo mesoamericano y diversas tradiciones “mistéricas” de la antigüedad occidental que hoy comienzan a resurgir asociadas a la llamada “cultura galáctica”.

En el caso del nagualismo, las partidas de chamanes formadas por grupos de entre nueve y diecisiete practicantes alineados en torno a la figura del nagual pasan a otros planos de la realidad donde no existe la muerte, y lo hacen con el cuerpo físico. Luego, al igual que algunos taoístas, si lo consideran necesario pueden materializar nuevamente sus cuerpos en nuestro mundo cotidiano. Esta práctica tuvo su punto álgido en el mundo de los toltecas clásicos pero continúa viva en la actualidad.

En el caso del movimiento filosófico y esotérico denominado “cultura galáctica” se trata de mensajes y prácticas de acceso a nuevos niveles de realidad de un modo similar a lo que sucedía en las “escuelas de misterios” de la antigüedad, pero aggiornadas a nuestro tiempo. Y al igual que en las iniciaciones del mundo antiguo, entre las actuales también parecería haber algunas que son auténticas y otras que no. De entre las auténticas, algunas hicieron clara mención a las razones para intentar la inmortalidad y a los métodos para lograrla.

Sólo por dar un ejemplo de un famoso inmortal proveniente de cada una de estas cuatro tradiciones, mencionaré respectivamente al yogui Babaji, al emperador taoísta Huang Di, al nagual Juan Matus y al esoterista Apolonio de Tiana.

Las cuatro tradiciones se reconocen a sí mismas como herederas de linajes muy antiguos, de no menos de cuatro milenios de historia cada una. La yóguica procede de la antigua India dravídica, la taoísta hunde sus raíces en el primitivo chamanismo chino, el nagualismo tolteca existiría desde hace ya más de diez mil años y la línea mistérica remontaría sus orígenes, según algunas versiones, hasta la misma Atlántida.

En principio, no tomaré muy en cuenta si los datos anteriores son verdad o no para quienes basan sus fuentes sólo en los restos arqueológicos o en los testimonios escritos de la época. Me guiaré más bien, como norma, por la forma en la que los representantes de cada tradición han querido presentarse a sí mismos, suponiendo que tienen sus razones para hacerlo así.

Es preciso, pues, declarar a priori la presunción de inocencia de todos. No obstante, la investigación honesta y el propio discernimiento son instrumentos imprescindibles para diferenciar lo que es auténtico de lo que no. Sin ellos, somos como ochomilistas perdiéndose en senderos inútiles. Como decía Reinhold Messner: «Este instinto para el buen camino era nuestro lado fuerte».

Una quinta vía es la actual práctica del rebirthing o “renacimiento”, cuyos teóricos por primera vez en la historia han creado un movimiento que se declara abiertamente inmortalista, haciendo un rastreo de numerosos inmortales históricos que se remontan a los comienzos mismos de la escritura.

Entre ellos reconocen por ejemplo a Enoch, Gorakhnath, Al-Jadir, Saint Germain o la princesa Mira Bai, incluyendo con el término de “inmortalidad física” a una gran variedad de formas de no morir. Muchas de sus prácticas son de purificación y están vinculadas a las tradiciones yóguica y chamánica, incluyendo respiraciones, baños rituales, ayunos y participación en temazcales.

Desde mi punto de vista, la del samkhya-yoga es sin duda la más fácilmente comprobable de entre todas estas tradiciones inmortalistas, ya que por suerte no se ha visto interrumpida a lo largo de estos siglos por ninguna de las conquistas militares o religiosas que desde antaño azotaron al subcontinente indio. Más aún, podemos suponer que de aquí a algún tiempo se aceptará que esta vía ha conquistado pacíficamente a Occidente, contagiándolo con su conocimiento del dios interior.

Dentro de esta tradición, Bellur Iyengar, uno de los grandes yoguis actuales, absolutamente lúcido y en activo a sus más de noventa años, nos regala una analogía que nos preparará para el ascenso por su ruta: «Lo mismo que un montañero necesita escaleras, cuerdas y crampones, así como una buena forma física y disciplina para escalar los helados picos del Himalaya, también al aspirante a yogui le son necesarios el conocimiento y la disciplina del Hatha Yoga de Swatmarama para alcanzar las alturas del Raja Yoga expuesto por Patañjali. (...) El primero de los obstáculos es la mala salud o la enfermedad. Para el yogui su cuerpo es el principal instrumento de logro».

 

Herramientas, prácticas, vías, expediciones y abismos

Es importante diferenciar entre lo que es una “herramienta”, una “práctica”, una “vía”, una “expedición” y un “abismo”. En general, lo que muchos profesores actuales ofrecen son “herramientas”: ejercicios físicos, masajes, técnicas energizantes o de curación, así como talleres y seminarios que en pocos días de trabajo intensivo pueden aumentar el nivel de conciencia del buscador por periodos duraderos. En tanto “herramientas”, se puede utilizar una amplia variedad de ellas.

Las “herramientas” se diferencian de los cuerpos prácticos de conocimientos en que son elementos aislados, como un piolet, mientras que las “prácticas” o sadhanas, son formas de caminar o escalar.

Alguien practica asanas o posturas de yoga, por ejemplo, pues ellas son una de las claves centrales de la vía yóguica, o bien ejercita la “órbita microcósmica” puesto que está incluida en el núcleo de la “alquimia interna taoísta”. Como en la caminata, aquí también es más factible avanzar a través de la “práctica” cotidiana que por medio de la adquisición de nuevas “herramientas”, aunque éstas tengan también su valor.

Tanto las “herramientas” como las “prácticas” pueden diversificarse. Lo importante no es tanto la existencia o no de la variedad sino un propósito claro en el ascenso; pues poco sentido tiene, en el marco de una escalada, rapelar un poco por aquí, trepar aquella otra pared por allá, hacer un largo y luego un vivac por aquel sitio para finalmente descubrir que se está en el mismo sitio del que se partió.

El tercer concepto, las “vías”, hace referencia a las rutas que cada una de las tradiciones inmortalistas han abierto; y es de la profundización en ellas de dónde surge el auténtico anhelo por la inmortalidad. Con respecto a ellas, a diferencia de las “prácticas” y las “herramientas”, no existe la posibilidad operativa de ir por dos “vías” simultáneamente.

Escuché una vez, en un retiro, que le preguntaron a un lama del Bhután si se podían seguir al mismo tiempo las tradiciones budistas del Mahayana y del Hinayana, a lo que éste respondió que eso tenía tanto sentido como querer ir a Londres con un avión de la British Airways y al mismo tiempo con uno de Air France. Aquí, por una cuestión de funcionalidad, no es posible ser eclécticos ni subir a una cumbre por dos vías diferentes simultáneamente.

Y si hasta este momento hablamos de elementos compartidos, la “expedición”, al contrario, es algo muy personal, diferente en cada uno y a lo único a lo que nos deberíamos mantener fieles. No a lo que nos hace a cada uno singular, sino a la “expedición” única que conduce a cada quien hacia una cima común a todos.

La “expedición” está conformada por las circunstancias de la propia vida pero vistas desde una perspectiva de propósito y realización, y es en definitiva la auténtica tierra fértil donde nacen los ríos que algún día se unirán a un océano que, por su inmensidad y falta de referencias, sólo se puede representar como un “abismo” que no es posible recorrer y al que sólo se puede acceder mediante un acto de entrega.

Cuenta Niko Kazantzakis en su biografía sobre Francesco Bernardone el relato que al santo de Asís le hace su discípulo León: «Me prosterné ante él y le pregunté: “Santo Ermitaño, voy en busca de Dios. ¡Muéstrame el camino!” “No hay camino” —me respondió, golpeando el suelo con el bastón—. “¿Qué hay, entonces?” —dije, espantado—. “Un abismo: ¡salta!”».

El “abismo” está más allá del tiempo y de los logros graduales, por encima de ambos, lo que sin embargo no es motivo ni excusa para no adentrarse en alguna “vía” ni para negarse a adquirir las “herramientas” necesarias que ayuden a salir de los atolladeros interiores ni para dejar de tomar en serio la propia sadhana ni, mucho menos, para olvidarse de conducir la propia “expedición” hasta el siguiente cumbre deseada.

Antes de ir tras las huellas de un antiguo inmortal, trascribiré un diálogo sobre el “abismo” donde Erri de Luca le dice a la ochomilista Nives Meroi: «“Es el abismo de aire en torno a los costados, el que eleva las montañas. (…) Debe de haber un silbido del abismo que llama hacia lo alto”. A lo que ella le responde: “Si es el vacío que tengo bajo mis pies, entonces siempre será más pequeño que el que tengo sobre la cabeza. Si debo llamarlo `abismo´, está por encima de mí y no a mi alrededor”».

 

Tras las huellas de Utnapishtim

La historia tal como la conocemos aparece contrapuesta al mito, no sólo en cuanto a que es más reciente sino en cuanto a que se presenta a sí misma como verdadera y verificable frente a algo que se expone como fabuloso y poco fiable. Sin embargo, aunque el mito tenga modos fabulosos de narrar los hechos, ello no significa que los hechos en sí mismos no hayan sido literalmente ciertos. El mito sólo es la forma oral de transmitirlos cuando la escritura no existe o está circunscripta a una elite.

¿Qué hay allí una multitud de elementos que parecen fantásticos? Por supuesto. Después de todo: ¿quién de nosotros no ha exagerado un poco al narrar un hecho real para así mantener la atención del oyente? A veces decimos cosas que no nos animaríamos a escribir y firmar. No obstante, esto no hace menos reales los hechos narrados por los mitos, sobre todo los que se repiten en diferentes culturas y donde la coincidencia más obvia entre todas las mitologías del planeta —con una invariabilidad que raya la monotonía— es la existencia de innumerables dioses. O sea: de muchísimos seres inmortales. Y si son inmortales: ¿no querrá ello decir que aún existen?

Algunos de los dioses cuyos hechos se narran en las mitologías, a menudo los más poderosos y antiguos, ya nacieron inmortales. Allá ellos. En lo que a nosotros respecta son mucho más interesantes los que nacieron como mortales y lograron la vida eterna por las suyas, o bien por la gracia de otras divinidades.

El "Poema de Gilgamesh", curiosamente el primer texto escrito del que tengamos noticias y a su vez el máximo best seller de la literatura sumeria, narra la búsqueda de la inmortalidad física por parte de un rey llamado Gilgamesh.

En esta obra hay un pasaje fundamental cuando, tras varias vicisitudes, por fin el protagonista se encuentra con su antepasado Utnapishtim Atrabasis, “el sumamente sabio”, de quien se sabe que logró la inmortalidad. Gilgamesh le pregunta entonces cómo hizo para sumarse a la “asamblea de los dioses” siendo originalmente un simple mortal, a lo que Utnapishtim le revela que cuando los todopoderosos decidieron el diluvio que acabaría con la humanidad, uno de ellos que estaba en desacuerdo, Enki, le pidió que salvase en un barco «la simiente de todas las cosas vivas».

Pasado el desastre, el dios Enki convenció a su enfurecido hermano Enlil de que no ignorase las capacidades de este hombre extremadamente sabio que había logrado desentrañar el secreto de los dioses. Entonces Enlil se dirigió a su nuevo colega y le dijo: «Hasta ahora, Utnapishtim no has sido más que humano; en lo sucesivo, Utnapishtim y su esposa serán para nosotros como dioses». Y Enlil, junto a su padre Anu, «lo elevaron hasta la vida eterna».

La principal diferencia entre aquel Noé original, el mesopotámico, y su descendiente Gilgamesh, es que este último —que también tenía un poderoso protector divino, Shamash— hizo durante toda la epopeya no ya lo que le pedía su dios protector, sino siempre lo que él quiso y cada vez más a costa de todos los demás.

Su otro gran error, además, fue que temía a la muerte, pues siendo un rey terrible había matado ya a muchos hombres antes de sufrir él mismo la muerte de su salvaje y querido amigo Enkidu. Éste no es un tema menor, pues mucha gente asocia entre sí los fenómenos de la “identificación con el cuerpo físico” con el “miedo a la muerte”, un sitio común que puede entorpecer tanto el significado de la inmortalidad como las posibilidades de lograrla. En realidad, desde un punto de vista inmortalista, ambos conceptos son incompatibles y opuestos entre sí, porque el “miedo a la muerte” atrae a la muerte y la “identificación con el cuerpo” le otorga al mismo mayor vitalidad.

De hecho —como cada vez se vuelve más evidente—, si en la vida sucede aquello que más deseamos o tememos, un aspirante a la inmortalidad debe ser consciente de que, si teme morir, lo más probable es que muera.

Finalmente, como muchos saben, Gilgamesh no logró su cometido, sino que fue enterrado con honores en Uruk y de aquí en más su epopeya fue traducida y narrada cientos de veces a la humanidad, concentrándose todos los mitólogos en su fracaso para asumir que la mortalidad de la condición humana es un asunto irrevocable, y que pierde su tiempo quien busca perdurar más que por la estela de sus obras o por la permutación de su casa o apellido. Un inmortalista, en cambio, no se queda con el fracaso de Gilgamesh, sino que sigue el rastro de Utnapishtim para intentar asimilar su logro.

 

El ocaso de los dioses

Aunque siempre hubo noticias esporádicas que han ido apareciendo, salpicando aquí y allá con unos cuantos inmortales el paisaje monocorde de la muerte como lugar común, casi todas las tradiciones religiosas y espirituales centraron su intención en dejar de encarnar pero no en dejar de desencarnar, lo que ha sido una aspiración rara, marginal y hasta herética en el sentir religioso de la humanidad.

Dionisios era el dios de los excesos sexuales, el heredero de Zeus. Y el heredero de Dionisios fue el hombre. Esa es la línea principal de nuestra herencia divina según el linaje olímpico. Hoy, sin embargo, todos los sistemas políticos, sociales, financieros, militares, mediáticos y religiosos están dominados por el miedo ancestral a este poder de Dionisios y de nosotros sus herederos.

Todas las fuerzas del orden son la reacción a su desorden, el recelo frente al pasado divino del hombre que les cierra a cal y canto las puertas del Cielo en la Tierra tanto a sí mismos como a quienes aceptan su paradigma.

Para lograr este secuestro de la inmortalidad, de la que las largas vidas humanas que se enumeran al inicio de la Biblia son sólo un ejemplo de su posibilidad, se procuró a lo largo de estos siglos borrar toda huella de la existencia de dioses previos, convirtiendo sus memorias en mitos, reemplazando luego a los mitos por la historia, y finalmente desprestigiando al mito para limitar nuestro potencial sólo a la imitación de los referentes históricos de vida corta y ansias de poder.

El sumerio Utnapishtim, como ya vimos, es un caso concreto, pero además los hebreos sabían de él y lo llamaron Noé; y contaron que su padre, Matusalén, vivió novecientos sesenta años, y que el padre de su padre, Enoch, vivó trescientos sesenta y cinco años y que luego fue llevado por Dios “sin pasar por la muerte”, con lo que vemos que la longevidad y la inmortalidad no eran casos aislados en estas épocas.

¿Quiénes fueron los hombres que vencieron a los dioses o que quedaron a cargo del mundo tras su destierro? Estos son los llamados “héroes” que hacen su aparición en el siglo VIII antes de Cristo cuando el logos comienza a imponerse sobre el mythos en el centro de la escena griega y los “misterios mayores” van perdiendo su significado iniciático para pasar a ser meras celebraciones populares.

¿Qué se quiere decir con todo esto? ¿Qué hace dos mil seiscientos años los hombres eran inmortales? No el común de ellos, ciertamente, pero sí que se tenía conocimiento de la interrelación permanente entre las entidades humana y divina que conviven en cada ser, y que los “misterios” aún no institucionalizados eran el contexto sagrado donde se experimentaba que no hay límites para el potencial humano, al punto de que podemos convertirnos incluso en auténticos dioses y diosas.

 

La epopeya de Tenzing Norgay

El veintinueve de mayo de 1953, cuando a la una de la madrugada comenzaba el día más importante de la historia del montañismo, el guía sherpa Tenzing Norgay y el escalador neocelandés Edmund Hillary se encontraban dentro de una tienda de campaña a 8.425 metros sobre el nivel del mar. Entonces Tenzing, que escuchaba en silencio, dijo: «El Chomolungma es bueno con nosotros».

Ambos dejaron la tienda y pocas horas después de haberse entregado así a la diosa Miyolangsangma*, ya estaban sobre el techo el mundo, donde Ed inmortalizaría a Tenzing tomándole una fotografía con un fondo de cielo azul intenso que recorrería la faz del planeta. Luego, el sherpa diría: «Siete veces lo he intentado. He regresado y he vuelto a probarlo; no con orgullo y con fuerza, no como un soldado con un enemigo, sino con amor, como un niño que se encarama en el regazo de su madre».

Puesto que el sendero hacia la inmortalidad física se puede representar fácilmente como intentar la cima de las más altas montañas interiores y descender con algún tesoro para ofrecer a los demás, me gustaría, al mismo tiempo que me refiero aquí a quienes se han lanzado hacia las cumbres heladas de la inmortalidad, narrar también la historia del ascenso de un puñado de sherpas y escaladores occidentales que se lanzaron hacia los riscos más altos de la montañas más altas, como símbolo de las más grandes gestas interiores.

Si en el mundo invisible son los maestros inmortales quienes guían los pasos, en el Himalaya son los sherpas quienes conocen el terreno a la perfección y quienes están familiarizados en caminar con la nieve hasta la cintura, conservando en cada momento del ascenso la fuerza interior y la claridad de los sentidos.

La ascensión al Everest, aunque fue a todas luces un hecho histórico reciente, encierra también una profunda dimensión mítica. Trutshing Rimpoché, lama del monasterio de Rongbuk, había dicho mucho antes del éxito de 1953 que Ang Lhamu, compañera y segunda esposa de Tenzing Norgay, era la encarnación de la diosa Miyolangsangma que mora en la cima del monte.

Alrededor de la vida de este notable sirdar* se podría construir ya de por sí una épica completa, similar a la de muchos antiguos héroes mitológicos. Su ascensión estuvo guiada por una fuerza interna evolutiva similar a la que llevó a las aves más allá de su condición anterior de reptiles. En consonancia, cuando se armó una controversia porque la corona inglesa no le dio el mismo título de “caballero” que al desde entonces Sir Edmund Hillary, él se preguntó públicamente: «Un título ¿me dará alas?»

Si bien otro gran sirdar que lo precedió, Ang Tharkay, fue condecorado con la Legión d´Honour gala y viajó a Europa tras su hazaña en el Annapurna, el éxito al que tuvo que enfrentarse Tenzing no tuvo precedentes entre los sherpas. No fue reconocido sólo como un experto guía de montaña entre los alpinistas sino que fue amado por nepalíes, hindúes, tibetanos, y por todos los asiáticos en general. Ed Douglas cuenta que en Katmandú «un lama budista explicó que Nepal había dado dos grandes hombres a la historia: Gautama Buddha y Tenzing Norgay».

Tendremos que permanecer vivos durante algunos siglos para saber si a este lama efectivamente se le fue o no la mano con semejante comparación, pero hoy ya podemos afirmar que Tenzing marcó una época y una actividad: el montañismo, asociado desde siempre al heroísmo, a los estados místicos, al tener los pies en la tierra y al mismo tiempo elevarse, al saber compartir con un compañero una cuerda y una aventura, al encuentro con los yetis internos y con las divinidades que nos habitan, a la preparación física, a la acumulación de energía, a la iluminación y a la inmortalidad.

Normalmente era llamado por su nombre y apellido, “Tenzing Norgay”. Sin embargo, por su origen tibetano, se lo conoció como “Tenzing Bothia”. Luego, con el paso de los años se convirtió en un famoso guía de montaña y empezó a ser reconocido como “Tenzing Sherpa”. Preguntado por esta variación de sus apellidos, él dio una respuesta absolutamente inmortalista: «Mi nombre ha cambiado a menudo».

Dentro de la tradición hindú, los siddhas yoguis inmortales* se caracterizan justamente por asumir una multiplicidad de nombres y hasta de aspectos físicos a lo largo del tiempo. El más famoso de ellos, Babaji, se ha manifestado por ejemplo como Shiva, Gorakhnath o Harakhan Baba entre otros muchos nombres y personalidades, pero ya volveremos más adelante sobre quien es probablemente el inmortal realizado con el que más gente se ha topado en algún momento.

Ahora ya es tiempo de acabar con los preparativos y adentrarse en la cordillera, pero como en esta expedición a la inmortalidad física es mejor llegar a la cumbre en buenas condiciones, es preciso ir familiarizándose con alguna filosofía inmortalista de entre las varias tradiciones que pregonan tal aspiración.

Sin embargo, en todos los casos y sea cual sea la práctica de nuestra elección, por una cuestión básica de supervivencia, es recomendable pasar antes que nada por Namche Bazaar, capital de los sherpas, y contratar allí a unos cuantos guías de elite, herederos de quienes durante siglos han frecuentado las altas montañas, acostumbrándose así a una suerte de “filosofía práctica de la escalada”.

Cuando un montañista parte a los Himalayas, sus familiares, parejas y amigos le desean suerte para alcanzar la cima, pero sobre todo para que se mantenga con vida. Quieren que ese fantasma de hielo y roca que es la gran montaña elegida cada temporada no les arrebate a aquel con el que quisieran estar juntos por siempre. En esta expedición, sin embargo, ambos deseos confluyen en uno solo, pues anhelar que un ser querido alcance la cumbre de la inmortalidad física reúne en forma indisociable al deseo por su supervivencia con el deseo por el éxito de su empresa.

 

* Edwin Bernbaum afirma que “Chomolungma”, el nombre tibetano del Everest, debería transcribirse como Jomolangma o “La señora Langma”, pues “Jomo” significa señora y “Langma” es una abreviación del nombre de la diosa “Miyolangsangma”, que mora en la montaña según la tradición sherpa.

* “Sirdar” es un puesto de honor que se aplica al jefe nativo del resto de los sherpas y porteadores contratados para cada expedición. Los cuatro más grandes “sirdar” de mediados del siglo pasado han sido Ang Tharkay, Pasang Dawa Lama, Gyalzen Norbu y Tenzing Norgay.

* Los “siddhas”, según el Kriya Yoga, son seres completamente realizados que representan el ideal hindú de perfección. La tradición reconoce a dieciocho de ellos, la mayoría de etnia tamil. Gozan de la dicha máxima estando en el cuerpo físico, al que consideran un pasaje secreto hacia la última realidad.

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