El Pescador

Siguiendo la estúpida tradición inaugurada por la oveja "Dolly", a mí también me bautizaron con el nombre de la estrella de cine favorita del científico que me creó. Así, día a día escucho en el sótano como Joâo, al entrenarme para percibir la musicalidad de la lengua portuguesa, se refiere a mí con el mote de "Humphrey".

El municipio de Recife costeó la investigación que me puso en este mundo para que la pluma del inmortal poeta continúe por los siglos de los siglos escribiendo sus bellos versos. Lo de inmortal, por lo pronto, puede tomarse en sentido literal.

Ahora bien, yo en mi retorcida conciencia de sujeto clonado, guardo secretos que horrorizarían a mis fabricantes y que harían sentirse estafado a más de un funcionario del municipio. El mayor de ellos es que nada me importa menos que la poesía o que la diplomacia, habladurías ambas que han llevado a la fama a mi padre Joâo. Mi verdadera vocación, por el contrario, consiste en pescar bacalaos en algún lugar más fresco. Pongamos, por caso, en Islandia.

Las noches siguientes me influye un sueño recurrente que tengo acerca de los caníbales macrobióticos Edson y Nelson, dos bebés de raza negra que son cambiados en el "Sanatorio Kármico" por equivocación. Nelson nace con instintos caníbales en una familia macrobiótica y, poco a poco, va acabando con los intestinos delgados de un buen sector de la New Age californiana. Finalmente, es condenado a muerte no sin antes conseguir merendarse una pierna de Su Señoría mientras ésta dictamina el fallo del jurado. El otro, Edson, nace en una tribu africana de caníbales pero con un gran fanatismo por el arroz integral, el seitán y los porotos azuki. Finalmente accede, sólo por no seguir llevando la contra, a comer humanos de granja, sin agregados de hormonas ni aditivos químicos.

Edson y Nelson: la cosa puede salir muy bien como muy mal. Mientras, aquí en el sótano de Recife, hace calor; el aire apesta a aceite de “dendé” y sólo me alimentan con “moqueça” y “pinga de abacaxi”. Nada de bacalaos crudos ni de inviernos boreales.

El entrenamiento resulta arduo. Ya me emborracho con los amigos de Joâo e improviso versos para el deleite de sus amantes. Mañana seré presentado en sociedad y entonces tendré que dejar de ser yo mismo para siempre. Aquellos que me llamaban "Humphrey" desde entonces me dirán "Joâo", siendo que mi fantasía más auténtica es la de hacerme llamar "Asmundur, el rompehielos".

 Al mediodía, me levanto con resaca y decido escapar. Le robo a João unos cuantos "reáis", el pasaporte de la Comunidad Europea y la espada vikinga que, colgando de la pared del sótano, ha sido la que disparó mi vocación de desafiar a las tempestades y a los monstruos marinos.

 —¡Humphrey!, ¿Adónde vas? —me dice Joâo recién levantado.

De un certero golpe de espada, decapito a mi original. En el taxi, me deshago de mi ficha de clonación y le ordeno al conductor que me lleve hasta el aeropuerto, donde consigo un pasaje a Lisboa en el vuelo 196 de Varig a las 23.30. De ahí una escala Lisboa-Londres y, por fin, a las 21.25 del otro día, un Londres-Reykjavik por la British Airways. Ya me imagino de pies a cabeza vestido de naranja, tirando de las redes cargadas de arenques y bacalaos, en medio de la bruma del Mar de Groenlandia.

Para entretenerme durante la espera, me siento en el restaurante del aeropuerto y pido una sopa de bacalao con patatas. El mozo trata de engañarme trayéndome sumergido en el caldo algún inmundo pescado de aguas cálidas. Tomo una patata y se la arrojo con fuerza contra el moñito. El mozo, en vez de tomar mi bravuconada de marinero como lo que en realidad es, lo interpreta como una extravagancia del poeta que me entrenaron para ser y con el que me confunde.

Cuando por fin subo al avión, me saluda la azafata:

—Que tenga un buen viaje, poeta.

—Poeta tu abuela —le replico yo mientras le palpo el trasero—. Ella ríe y corre a contarle a su compañera que el alegre y renombrado poeta bromeó con ella. Esta última me trae a mi asiento un vaso de “pinga”, que yo le derramo sobre el uniforme mientras le explico que sólo beberé whisky casero islandés.

—¡¡Y en este avión se come sólo bacalao!! —grito bien fuerte para que me escuchen todos los pasajeros al tiempo que desenvaino mi espada normanda, que extrañamente pasó los controles—. De lo contrario, empiezo ya mismo a decapitarlos.

Algunos de ellos ríen porque suponen que su compatriota, el poeta, les gasta una de sus habituales bromas. Pero yo no soy su compatriota, ni soy poeta, ni mucho menos estoy bromeando.

 

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