2- Breve historia del "New Deal" criollo

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 breve historia del new deal criollo

UNIVERSIDAD NACIONAL DE CÓRDOBA

Doctorado en Estudios Sociales Agrarios

Antropología Económica y Ruralidad

Luis Daniel Hocsman y Alejandro Balazote Oliver

 

 

Federico Paz

BREVE HISTORIA DEL «NEW DEAL» CRIOLLO

ABRIL de 2013

 

 

Introducción

 El objetivo del presente trabajo forma parte de un ejercicio más amplio, que es el de caracterizar al Estado en relación al agro dentro del actual modelo de acumulación, vigente en Argentina desde el crack de 2001 y la devaluación de 2002. Para ello, parto de la premisa de que es necesario analizar las continuidades y rupturas del mismo con los modelos previos de acumulación: el sustitutivo de importaciones —en sus variantes de regulación estatal conservadora, peronista y desarrollista— y el neoliberal o flexible.

Para hacer una aproximación a estos modelos históricos de acumulación, señalaré, a grandes rasgos, cuál fue el papel del liberalismo clásico —que entró en crisis en 1929— en la desarticulación de las economías campesinas e indígenas extrapampeanas. Luego, haré una breve revisión de la disputa que existió entre 1930 y 1973 entre este modelo y el de industrialización por sustitución de importaciones (ISI); con la consiguiente imposición final por la fuerza y el terror del neoliberalismo.

En trabajos posteriores, que quedan por fuera de esta presentación, caracterizaré el intento final de imponer el keynesianismo en el último gobierno de Juan Domingo Perón, así como la ruptura histórica que va a producir el modelo neoliberal a partir de las medidas económicas impulsadas con Isabel Perón, profundizadas luego durante la dictadura cívico-militar y llevadas a su máxima expresión una década después en el gobierno de Carlos Menem. En un tercer trabajo, analizaré ya sí directamente el modelo de acumulación posterior a 2002, señalando continuidades y rupturas, y evaluando si se trata de un modelo novedoso, de un intento de regreso al ISI o bien de una nueva fase del modelo de acumulación neoliberal. Allí, esbozaré también una alternativa planteada ante el modelo actual, así como una propuesta de transiciones factibles hacia ella.

El presente trabajo de “Antropología Económica y Ruralidad” se aboca exclusivamente a describir la primera etapa del modelo ISI impulsado por los gobiernos conservadores, por el primer peronismo, y por el desarrollismo de origen radical; tomando para ello el período histórico que va desde 1929 hasta el fin de la proscripción del peronismo en 1973. Un hilo central será el intento permanente de desarticular este modelo en favor de la restauración de clase de los grupos liberales más concentrados.

A la hora de definir un modelo de acumulación, tomo como eje la capacidad de regulación de los mercados por parte del Estado. Para ello, parto, por un lado, de las consideraciones de Karl Polanyi acerca de la crisis de los mercados autorregulados dando origen en la posguerra al New Deal en Estados Unidos y al keynesianismo como estándar económico mundial. Por el otro lado, me baso en los análisis realizados por David Harvey acerca del origen y de la caída mundial de este modelo de acumulación en la década de los 70.

William Roseberry advirtió que, en Europa y la gente sin historia, «Eric Wolf comienza y termina con la afirmación de que la antropología debe prestar más atención a la historia. El tipo de historia (…) que es escrita en una escala global, aquella que toma en cuenta las mayores transformaciones de la historia mundial, y que permite trazar las conexiones entre comunidades discernibles, regiones, pueblos y naciones que los antropólogos suelen separar y materializar como entidades discretas. En parte, Wolf realiza este esfuerzo como una forma de recapturar el espíritu de una vieja antropología que intentaba comprender el proceso civilizatorio» (Roseberry, 1989).

De igual modo, considero que, sin caracterizar a los diferentes modelos de acumulación en relación a la socavación de los recursos y modos de vida de los campesinos e indígenas de la regiones extrapampeanas, así como a los papeles que jugaron y que juegan los Estados en función de dichos modelos; es prácticamente imposible entender el origen y diagnosticar la eventual superación de las enormes desigualdades que existen en esta región en cuanto al acceso a los bienes naturales, a la propiedad de la tierra, al crédito y a los subsidios, a los insumos, a los servicios y a la comercialización, entre otros factores ligados a la producción y a las opciones de vida de los actores rurales.

Por la complejidad teórica del tema y por lo largo del periodo histórico considerado, se tratará sólo de una aproximación muy esquemática a la cuestión, a la que luego, durante mi trabajo de tesis, me gustaría acercarme con mayor detalle y profundidad; puesto que partir de una caracterización acertada y actualizada del Estado será fundamental para interpretar adecuadamente las mediaciones político-económicas que ejerce hoy este actor central entre las empresas agro-exportadoras, las entidades rurales, las socialidades alternativas planteadas por las organizaciones campesinas y la naturaleza.

 

Crisis del liberalismo clásico

Karl Polanyi escribió La gran transformación en un periodo crucial de la historia del capitalismo, luego de el que crack bursátil de 1929 hubiera demostrado que el mercado por sí sólo era incapaz de regular la economía de una sociedad, y que si ésta había sobrevivido a la desintegración total ante los avatares cíclicos del capitalismo había sido por haber mantenido o desarrollado mecanismos de protección. Su tesis fue que «el origen del cataclismo se encontraba en el esfuerzo utópico del liberalismo económico por establecer un sistema de mercado autorregulado (…). Tal tesis (…) implica nada menos que la balanza de poder, el patrón oro y el Estado liberal (…) estaban forjados en última instancia por una matriz común: el mercado autorregulado» (Polanyi, 2007: 77).

Sin embargo, el húngaro era muy consciente de que, al atacar la idea del mercado autorregulado y develar sus consecuencias, no estaba pateando sobre el cadáver de un sistema económico derrotado, sino sobre un modelo de acumulación que, aunque había demostrado ser inviable, ya contaba por entonces con teóricos neoliberales, agrupados en torno a Friedrich Hayek, que buscaban hacerlo resurgir de entre sus cenizas.

El lenguaje de Polanyi fue contundente: «Privados de la cobertura protectora de las instituciones culturales, los seres humanos perecerían por los efectos del desamparo social. (…) La naturaleza quedaría reducida a sus elementos, las vecindades y los paisajes se ensuciarían, los ríos se contaminarían, la seguridad militar estaría en peligro, se destruiría el poder de producción de alimentos y materias primas. (…) Los efectos sobre la vida de la gente fueron terribles. En efecto, la sociedad humana habría sido aniquilada si no hubiesen existido medidas contrarias, protectoras, que minaban la acción de este mecanismo autodestructivo» (Polanyi, 2007: 124-126).

Aunque Polanyi defendía una economía colectivizada y municipal, nunca centralizada; comenzaron a surgir entonces en todo el mundo, pero sobre todo en Estados Unidos, un montón de siglas que denominaban a nuevas agencias del Estado que, en lugar de retrotraerse una vez más a un lugar secundario y represivo, buscó reactivar el mercado interno y la confianza en el capitalismo, creando para ello una trama institucional que, desde entonces, funcionase como una red de contención para el desequilibrio cíclico que se cernía sobre la economía de mercado, siempre fluctuando sobre la cuerda floja.

Armando Bartra, sostiene que «reconociendo que hay exterioridades decisivas y que la reproducción automática del capital es catastrófica, economistas como John Maynard Keynes se apartan de la ortodoxia neoclásica, ponen en entredicho el laissez faire y proclaman las incumbencias de un Estado que ahora debe ser gestor. En este marco los países desarrollados —y a su modo, algo más autoritario o “populista”, algunos periféricos— aplican medidas económicas anticíclicas y políticas de empleo y redistribución del ingreso que promueven el consumo, tanto productivo como final» (Bartra, 2008: 49-50).

Y si bien es cierto que, como plantea David Harvey, «la reestructuración de las formas estatales y de las relaciones internacionales después de la Segunda Guerra Mundial, estaba concebida para prevenir un regreso a las catastróficas condiciones que habían amenazado como nunca antes el orden capitalista en la gran depresión de la década de 1930» (Harvey, 2007: 16); no es menos cierto que, ante la consolidación mundial del bloque comunista, el cambio en el modelo de acumulación también fue una concesión —temporal, como luego se vería— del mercado autorregulado al Estado regulador, para poder sobrevivir a la caída del mismo capitalismo, que nunca había estado tan cerca.

Acerca de los intentos vernáculos de imponer economías keynesianas, podemos hablar de que tuvo, por lo menos, tres versiones bien definidas: la primera de ellas fomentada por los gobiernos conservadores de los años 30, la segunda asociada al peronismo —que atravesará diferentes etapas y equilibrios de fuerzas entre 1945 y 1975— y la tercera, desarrollista, llevada al gobierno por Arturo Frondizi en 1958, que pronto comprendería el límite político a la escala del proceso de industrialización por sustitución de importaciones y de los márgenes de acumulación del capital nacional.

En todo caso, y regresando a la afirmación del párrafo anterior, podemos decir que nadie hizo tanto por la consolidación de una burguesía nacional y por un «capitalismo independiente» en la Argentina como Juan Domingo Perón, de quien Andrés López, un suboficial del Ejército encargado de su seguridad, afirmó lo siguiente: «El FBI lo cuidaba a Perón, porque los norteamericanos tenían la idea de que Perón era barrera de contención del comunismo en Latinoamérica» (Pigna, 2006: 44).

 

El latifundio como hecho fundante de la Nación

Señala Luis Hocsman que «en Argentina es posible diferenciar dos estructuras agrarias dominantes, una con modalidad de desarrollo capitalista clásico, que tiene históricamente como foco la llamada “Pampa Húmeda”, ubicada en el centro-este del país, asentada en condiciones agroecológicas de alta productividad, con una renta diferencial que fue decisiva en la propia configuración definitiva del espacio nacional, con la unificación acabada entre 1860-1880; y que desde entonces sustentó el modelo agro-exportador de producción de granos y carne, valorizando la tierra por sobre la fuerza de trabajo» (Hocsman, 2013: 7-8).

Mientras, en la región extra-pampeana, la reorientación del avance extractivo sobre los recursos naturales de las tierras que anteriormente habían sido esquilmadas por la Corona española, sumado al robo de las pertenecientes a los indígenas en el Chaco y en la Patagonia tras el genocidio organizado por la Sociedad Rural Argentina (SRA), el Ejército y capitales ingleses; significó un ataque devastador contra la forma de vida de pobladores originarios y campesinos —que mantenían un importante nivel de autosuficiencia en sus tierras comunitarias—; al tiempo que representó la consolidación del latifundio y una fuente de recursos, al parecer inagotable, para la joven República.

A esto había que sumarle una reserva de mano de obra que también parecía ilimitada gracias a la inmigración europea e interna, que provenían de los barcos en el caso de los colonos, como siempre se dice, pero de las territorios apropiados y de los modos de vida colectivos desarticulados en el otro caso, lo que a menudo se silencia junto con la estructura agraria de la región extra-pampeana, que, a diferencia de la región pampeana, se sustenta hasta el día de hoy en la división tajante entre el latifundio y el minifundio.

Sin embargo, como la voz del llamado «campo» siempre fue un monólogo a cargo de los más poderosos de la región pampeana, esto les permitió, durante su oposición a la Ley Agraria impulsada por Horacio Giberti en 1974, decir sin sonrojarse, por ejemplo, que «sus autores tienen en mente una estructura agraria que no es la nuestra, con latifundios improductivos, difícil acceso a la tierra y un escaso mercado de tierras. Esto es exactamente lo contrario de lo que sucede en nuestro medio» (Anales, 1974: 72).

Todos estos factores hicieron que se consolide en el país un liberalismo económico fundado en la exportación de bienes primarios, así como de una tenencia regresiva de la tierra. Este hecho fundante será el que va a condicionar toda la política económica posterior, porque este sector agro-exportador dominante, como ya pudimos empezar a ver, será tanto el mayor lastre para el desarrollo de una industria nacional como uno de los más importantes actores para el apoyo a la desestabilización institucional y, en cuanto estuvo a su alcance, para una nueva imposición por la fuerza del liberalismo.

Antes de confirmarlo inmediatamente a través de la historiografía y de los testimonios de la época, ya nos lo va adelantando Norma Giarracca: «El antiguo actor “terrateniente pampeano”, propietario de grandes extensiones de tierra dedicadas a la ganadería y a la agricultura, representado por SRA y por las capas más concentradas de CARBAP (…), fue quien trató de influir en todos los gobiernos a través de prácticas corporativas o quien apoyó a militares golpistas» (Giarracca, 2010: 325).

 

Genealogía del keynesianismo criollo

Todo este esquema que se desarrolló hasta la década del 20 a través de tal disposición creciente de tierra y mano de obra es lo que va a entrar en crisis entonces, ya que el proteccionismo aplicado por los países centrales tras el crack de 1929 hizo caer el precio internacional de las materias primas. Esto dio origen al reconocimiento, por parte de las elites conservadoras en el gobierno nacional, de que había llegado el momento de hacer concesiones mediante la intervención estatal, para así mejorar la situación de los sectores populares sin dejar de priorizar los intereses de los grandes agro-exportadores. La primer Junta Reguladora de Granos, por ejemplo, fue creada en 1933.

No obstante, aún estamos hablando de un intervencionismo estatal tímido, cuyo verdadero interés es el de mantener el orden vigente. Federico Pinedo, Ministro de Hacienda del presidente Ramón Castillo, «insistía en no promover industrias que pudieran sustituir aquello que era importado, por no afectar las importaciones. En eso coincidía con la Sociedad Rural Argentina, dirigida por Adolfo Bioy, quien sostenía que la clave de la bonanza económica era “comprar a quien nos compra”, una consigna que con el correr del tiempo demostraría ser como un cadalso» (Seoane: 1998: 42–43).

El candidato para las elecciones que iba a imponer fraudulentamente Castillo en 1943 era Robustiano Patrón Costas, un terrateniente salteño con mano de obra esclava en su ingenio azucarero y haciendas robadas a sus pobladores originarios. Contra esta posibilidad es que ese mismo año dio un golpe de Estado un sector del Ejército, que pronto presenciará la emergencia entre sus filas de la figura de Perón, que protagonizará un épico alzamiento a la presidencia para, desde allí y en sintonía con lo que ocurría en los países centrales, dar origen a un auténtico New Deal criollo y a una inauguración, ahora sí en forma rotunda, de un nuevo modelo de acumulación.

Dice Harvey: «El problema de la configuración e implementación adecuadas de los poderes del Estado se resolvió sólo después de 1945. Esto convirtió al fordismo en un régimen de acumulación maduro, fecundo y definido. Como tal, luego formó la base para el prolongado boom de posguerra que se mantuvo intacto en lo fundamental hasta 1973. En este período (…) se elevaron los niveles de vida, se frenaron las tendencias a la crisis, se preservó la democracia de masas (…). El fordismo se conectó sólidamente con el keynesianismo, y el capitalismo hizo ostentación de expansiones mundiales internacionales a través de las cuales cayeron en sus redes una cantidad de naciones descolonizadas» (Harvey, 1998: 152)

Evidentemente, no es lo mismo un modo de regulación estatal de la economía que un régimen de acumulación, ya que este último está compuesto por muchos factores interrelacionados, como por ejemplo la forma en que se crea y se distribuye socialmente un excedente (Basualdo, 2011). Sin embargo, el tipo de intervención del Estado, sobre todo en lo que hace a su participación en sectores claves de la economía y en la fijación de los precios, no solamente es un factor central, sino que por si sólo establece una secuencia lógica entre modos de regulación y de acumulación del capital, ofreciéndonos un eje desde donde analizar, al menos esquemáticamente, algunos periodos históricos.

En el caso del primer peronismo, al menos hasta 1949, la intervención estatal se basó fundamentalmente en aprovechar un importante crecimiento del PBI, con un promedio del 8,5 % anual entre 1946 y 1948, para garantizar tanto una industrialización forzada como el aumento de los salarios obreros y de las ganancias empresariales. Luego, cae la tasa de inversión por decisión del empresariado, y esto hace caer, a su vez, al consumo.

«La utopía distributiva, revolucionaria para la época en pleno apogeo del Estado de Bienestar, ya no podría mantenerse. (…) Las reservas acumuladas durante la guerra se estaban evaporando. Y en 1949 el país había entrado en una virtual cesación de pagos. Las exportaciones de 1950 llegaron solo al 53% del promedio de 1935-39, lo que equivalía a un sostenido endeudamiento con el exterior y en especial con los Estados Unidos, el principal vendedor de insumos industriales al país. La tendencia inflacionaria iba en aumento (…), que no se frenaba con las medidas tomadas para controlar los precios, como la fijación de precios máximos» (Seoane, 1998: 70).

 

Regulación estatal en el primer peronismo.

Latiendo al ritmo cíclico de la economía capitalista, el primer peronismo se inclinó, por un lado hacia el empresariado, interviniendo a diez sindicatos por haber realizado huelgas. Por el otro lado, puso una brida al sector agroexportador, dictando leyes para regular la actividad rural (Ley de Arrendamiento y Aparcerías Rurales, Estatuto del Peón Rural); e igual que en Estados Unidos, Canadá y Australia, surgieron —como hongos tras la tormenta financiera— una gran cantidad de agencias estatales que formaron una red institucional que condicionaría la política agraria de los siguientes cuarenta años. Y aunque muchas de estas agencias ya existían desde la década anterior, creadas por los conservadores bajo directorios oligárquicos, desde 1946 Perón transfirió su control al Estado, dando lugar al inicio de un keynesianismo vernáculo.

Entre estas agencias se puede nombrar al IAPI (Instituto Argentino para la Promoción del Intercambio), con el que el gobierno pasa a manejar los precios internos y externos; al CAN (Consejo Agrario Nacional), que adquirió por compra o por expropiación unas 550.000 hectáreas que subdividió y destinó a los colonos, sumándolas a las 220.000 hectáreas que ya había otorgado los conservadores; la JGN (Junta Nacional de Granos), mediante la que el Estado asumía el acopio y comercialización de cereales; la JNC (Junta Nacional de Carnes), la Comisión Nacional de Bosques (en el marco de una ley de Promoción Forestal), etcétera; creando con ello una diferenciación entre el mercado interno y externo, para reorientar esa renta, al menos en teoría, hacia programas de desarrollo nacional (León y Rossi, 2003 (a y b); Ramírez, 2011).

Esta trama le dio un impulso nunca antes visto a las agroindustrias del interior, que a su vez ofrecieron mucho empleo rural. Sostiene Giberti: «Si bien en la región pampeana se hizo un mal manejo de la intervención estatal, en las producciones extrapampeanas fue distinto. Toda la fruticultura de Río Negro, del Alto Valle, la viticultura de Cuyo, la caña de azúcar de Tucumán, los cítricos en Corrientes, la yerba mate en Misiones, tuvieron un desarrollo bastante grande porque no tenían ninguna limitación oficial y, además, había un creciente mercado interno» (Ramírez, 2011: 162-163).

A comienzos de la década del 50, las malas cosechas hicieron no sólo que la población se encontrase por primera vez disfrutando de las virtudes del pan integral, sino que también —dentro de las dependencias hacia los mercados internacionales que implica un sistema capitalista— no se reprodujera el nivel previo de captación de la renta agro-exportadora para continuar financiando el desarrollo de la industria nacional. Por eso, a partir de 1952, se volvió a privilegiar al sector más concentrado del campo y se facilitó la radicación de las primeras empresas trasnacionales, sobre todo fabricantes de tractores como Fiat y Deutz, abriendo así una industria hasta entonces muy protegida.

Este cambio en la política económica dio como resultado una creciente ola de protestas sindicales; por eso Perón, ya en su primer gobierno y aunque el capitalismo vernáculo aún era débil, pensó en la Confederación General Económica (CGE) «como pieza clave en la unificación y creación, a su imagen y semejanza, de una “burguesía nacional” para contraponer a las centrales empresarias y también al creciente poder de la CGT, no desde la tribuna de un capitalismo salvaje que no entendiera la reivindicaciones obreras, sino desde el banquito de una burguesía moldeada en el país emergente y cuyo destino estuviera encadenado al de los trabajadores» (Seoane, 1998: 67).

En el Congreso de la Productividad de 1954, Perón y José Ber Gelbard, jefe indiscutido de la CGE, «trataron de establecer límites al funcionamiento de las comisiones internas de fábrica, que limitaban el poder de mando de las patronales en el lugar de trabajo, e intentaron consensuar esta política con los sindicatos y la CGT, pero serían rechazados. El golpe del 55 interrumpió el proceso de distanciamiento de los sindicatos con el gobierno peronista que era, en realidad, expresión del distanciamiento de las propias bases obreras» (Brunetto, 2008: 11).

Hasta esta fecha, cuando empieza a intervenir el auténtico límite al modelo de acumulación ISI —o sea la opción por la fuerza militar y corporativa del liberalismo—, podemos ver claramente cómo funcionó en Argentina lo que plantea Harvey: «Las políticas presupuestarias y monetarias generalmente llamadas “keynesianas” fueron ampliamente aplicadas para amortiguar los ciclos económicos y asegurar un práctico pleno empleo. Por regla general, se defendía un “compromiso de clase” entre el capital y la fuerza de trabajo como garante fundamental de la paz y de la tranquilidad en el ámbito doméstico (…). Los procesos del mercado así como las actividades empresariales y corporativas, se encontraban cercadas por una red de constreñimientos sociales y políticos y por un entorno regulador que en ocasiones restringían, pero en otras instancias señalaban la estrategia económica e industrial» (Harvey, 2007, 16).

 

La Revolución Proscriptora (1955-1973)

La relación entre el primer peronismo y la oligarquía rural, en general había sido buena. En 1946, la SRA había temido la puesta en marcha de la reforma agraria promocionada en la campaña electoral, pero la entidad se apuró a modificar su Comisión Directiva por otra menos «gorila» y hasta publicó una solicitada en la que decía que «es menester procurar el acceso a la tierra en calidad de propietarios a quienes la trabajan, a cuyo fin debe facilitarse su subdivisión en unidades económicas de la tierra arrendada y de los latifundios de explotación antieconómica» (Ramírez, 2011: 168).

Sin embargo, Perón dio marcha atrás a sus promesas. No sólo no hubo expropiaciones masivas sino que su primer Ministro de Agricultura fue Juan C. Picazo Elordi, un hombre de la SRA, y el siguiente Carlos A. Emery, otro gran hacendado. Y aunque los planteos de la entidad al gobierno peronista siempre habían sido por cuestiones secundarias, una vez producido el golpe de Estado, afirmó que los hombres de campo «no han vacilado en incorporarse a la patriótica cruzada de la libertad», ofreciendo al gobierno militar, «su más amplia y sincera colaboración» (Anales, 1955). Y no era para menos: el peronismo había representado el ascenso de los sectores plebeyos, la fuerza de los sindicatos en las negociaciones, la intervención del Estado en la economía y el desarrollo de la industria nacional; todos factores que limitaban el poder o las ganancias de los terratenientes, ya entonces socios menores del gran capital transnacional.

A veinte días de producido el golpe de Estado, Perón declararía a la agencia United Press lo siguiente: «Cuando llegué al gobierno ni alfileres se hacían en el país. Lo dejo fabricando camiones, tractores, automóviles, locomotoras, etcétera. Dejo recuperado los teléfonos, los ferrocarriles y el gas, para que vuelvan a venderlos otra vez (…). Esta revolución como la de 1930, también septembrina, representa la lucha de la clase parasitaria contra la clase productora» (Peña, 1971).

Aunque los golpes militares de 1955 y 1966 recibieron respectivamente los rimbombantes nombres de «Revolución Libertadora» y de «Revolución Argentina», en realidad se trató de una única y larga dictadura que duró dieciocho años, hasta la década de los 70, cuando se levantó por fin la proscripción contra el peronismo, que sin duda había sido el partido mayoritario en todo el periodo y quien, en principio, debería haber continuado gobernando. En el medio de esos años, se permitió que hubiera breves periodos de poderes ejecutivos civiles, sin legitimidad social por provenir de elecciones viciadas en su origen, y sometidos por ello a los constantes planteos e imposiciones de los militares, que, cuando lo consideraron necesario, incluso los derrocaron.

El inmediato plan económico del nuevo ministro, Raúl Prebisch, fue la desregulación y la apertura de la economía, la supresión de precios máximos, el desmantelamiento del IAPI —retornando el control del comercio interno y externo a las grandes empresas exportadoras—, la privatización de algunas empresas estatales y el primer intento serio de la «Revolución Proscriptora» por dotar al país de políticas monetaristas, decidiendo el ingreso, a todas luces ilegal, de Argentina al Fondo Monetario Internacional (FMI), que inauguró la relación con un programa de ajuste. Poco después, siendo ya presidente Pedro Aramburu, se dejó también sin efecto el artículo 38 de la Constitución Nacional de 1949, que contemplaba la función económica y social de la tierra (León y Rossi, 2003 (a); Pigna, 2006; Hocsman, 2013).

Dice con razón Carlos Altamirano: «En la Argentina se crea una paradoja: la opinión que simpatizaba con la empresa del desarrollo, la industrialización, la modernización, con la iniciativa estatal era mayoritaria, pero la minoría identificada con las posiciones liberales era la más poderosa» (Pigna, 2006: 77).

 

Los muchachos keynesianistas

En este periodo, el keynesianismo patrio, buscando regular más que combatir al capital, se concentró durante «La Proscriptora» en dos grandes bloques político-económicos. Por un lado y como ya habíamos visto, en la CGE, «el partido político de Gelbard (…) para presionar e imponer tozudamente un proyecto de desarrollo independiente, industrialista y más equitativo de la Argentina. Un proyecto para salvar a la clase media y (…) al capitalismo criollo» (Seoane, 1998: 190).

Tras el golpe y con el objetivo de reemplazar a la CGE, la cúpula patronal integrada por la SRA, las CRA (Confederaciones Rurales Argentinas), la Unión Industrial Argentina (UIA), y la Cámara de la Bolsa de Comercio (CBC), entre otros, crearon la Asociación Coordinadora de Instituciones Empresariales Libres (ACIEL).

Seoane comenta que «Si ACIEL consideraba a la CGE como una variante “roja y peronista” del empresariado, la CGE consideraba a ACIEL “como la tradicional oligarquía agroexportadora porteña y una gran burguesía monopólica vendida al capital extranjero”, aunque en los comunicados de ambas entidades se guardaran las formas. Por eso, a pesar de los llamados a la unidad, las dos centrales comenzaban a transitar un camino de enfrentamiento sin retorno porque en verdad representaban modelos de desarrollo e intereses de clase diferente. La única variante de esta lucha, en cada momento de la historia, sería quién tendría una correlación de fuerzas que la favoreciera. Y en el 58, no era el turno de la CGE» (Seoane, 1998: 103-104).

Por el otro lado, la Unión Cívica Radical Intransigente (UCRI), que encolumnó tras Frondizi al desarrollismo no peronista que, sin embargo, logró el voto de buena parte del peronismo en 1958. Altamirano resume el contenido de esta opción así: «La idea es que la modernización económica, y dentro de ésta, el desarrollo de la industria de los países atrasados (…) sólo podía ser obra de una intervención activa de un agente: El Estado (…). Frondizi va a emplear una fórmula, la Argentina está en una encrucijada: o prosigue su condición de país agrario, o toma el camino de la modernización, que tiene su núcleo en la industria» (Pigna, 2006: 67-68).

En estos tiempos, el pensamiento dominante en todo el mundo seguía siendo el keynesianismo, por lo que las imposiciones de los militares liberales, las corporaciones trasnacionales y los sectores más concentrados del agro local podían tomar el poder por la fuerza y desregular las finanzas, pero no podían aún desmantelar completamente el Estado de Bienestar. Frondizi tenía un programa muy estatista y enfocado en la distribución del ingreso y de la tierra, que nunca pudo llevar adelante. Félix Luna comenta que «era un programa que decía: “reforma agraria inmediata y profunda”. ¿Vos te imaginás si Frondizi hubiera dicho “acá se expropiarán todas las estancias mayores de cien mil hectáreas”? ¡No dura ni tres minutos y medio!» (Pigna, 2006: 70-71).

Sin legitimidad popular, el gobierno desarrollista empezó a ser jaqueado desde el primer momento, y en 1959 le impusieron como ministro de Economía a Álvaro Alsogaray, un claro exponente de la ortodoxia neoliberal que solía citar a Friedrich Hayek y que impuso un programa económico invernal, completamente opuesto al de la UCRI. A Alsogaray lo reemplazó a los dos años Roberto Alemann, representante de los bancos suizos en el país, y en Agricultura asumió Cesar Urien, de la SRA. Cuando Frondizi, tarde, quiso reestablecer su legitimidad, yendo al origen de su debilidad y permitiendo que el peronismo participase en elecciones a gobernador, fue inmediatamente depuesto.

 

Luche y vuelve el New Deal

En materia rural, el siguiente enfrentamiento entre democracia reguladora y dictadura liberalizadora, ambos sin legitimad de base, se dio en junio de 1966, cuando «durante el gobierno de Arturo Illia, se dictó una nueva ley de arrendamientos y prórrogas de contratos, la 16.883, que en su articulado ordenaba al CAN el otorgamiento de tierras a productores arrendatarios (art. 34), "la formulación, en el término de un año, de un plan de reforma agraria" (art. 47) y la realización de un "censo nacional de la propiedad rural improductiva, en todo el territorio de la República" (art. 97), imponiendo la obligación a los titulares de las tierras declaradas improductivas, de presentar un plan de explotación o, en su defecto, de subdivisión del campo, en un plazo perentorio, entre otras disposiciones (art. 99 y siguientes)». (León y Rossi, 2003 b: 11).

Dos semanas después de dictarse la ley, un nuevo golpe de Estado militar, esta vez encabezado por Juan Carlos Onganía, derrocó a Illía, y diez meses después, cuando Adalbert Krieger Vasena ya era Ministro de Economía, se dieron por terminadas las prórrogas de los contratos y se derogó la ley. Krieger, que ya había sido ministro del anterior gobierno militar, buscó una vez más desembridar al capital de las constricciones de la sociedad, aquello que Polanyi había señalado como el origen de la crisis de los años 30. Respecto de esto, cuenta Daniel Muchnik que la médula de su propuesta fue «la extranjerización de la economía sin importar los costos. La llamada “Revolución Argentina” (…) separó al mundo económico de lo social y lo político, propuesta que fue castigada por la resistencia popular y de Perón desde el exilio. Krieger estaba ligado a intereses internacionales mineros y a un consorcio de compañías con sedes en las Islas Bahamas, de visión ortodoxa y monetarista» (Pigna, 2006: 106).

Las destituciones de Frondizi e Illia eran un ataque contra un keynesianismo de segunda línea, ya que la verdadera propuesta de regulación estatal era la sostenida por Perón y la CGE, que incorporó a la Federación Agraria Argentina (FAA) en 1968 y dejó desgastar a los militares, al tiempo que preparaba su programa de gobierno. Se estaba delineando el enfrentamiento final entre los dos modelos de acumulación. Los actores centrales ocupaban su lugar, y al frente de las grandes cúpulas empresariales ya se encontraba José Martínez de Hoz, ex-secretario de Agricultura y futuro Ministro de Economía.

Mientras tanto y desde Madrid, Perón ubicaba a los golpistas en un contexto más amplio: «¿Qué es el gobierno de Onganía? ¿Quiénes forman su gabinete? (…). Los conozco, vienen macaneando desde hace treinta años en el país; un sector agroexportador, que está contra el país y a favor de los monopolios; y los gorilas, que están en contra de todo lo que sea hacer bien al país, como lo han demostrado (…). A mí, durante diez años, me visitó el presidente del FMI. Cuando venía a verme, yo le conversaba, porque dejar entrar al FMI es dejarse robar literalmente. Entonces, el FMI se presenta a Onganía y le dice: “Señor, nosotros le vamos a dar la solución económica abriéndole créditos”. Entonces Onganía les dice: “Muy bien, encantado”. “Claro —le contestan los del Fondo— que nosotros necesitamos una garantía”. “¿Qué garantía?”. “El Ministro de Economía lo nombramos nosotros”. Entonces lo traen a Krieger Vasena, que es un empleado de las compañías de ellos» (Gutiérrez, 1974).

La economía mundial entraba en una nueva etapa, brindando contextos cada vez más favorables para los modelos de acumulación flexible. Recuerda Harvey que «en el lapso que transcurre entre 1965 y 1973 se puso de manifiesto cada vez con más claridad la incapacidad del fordismo y del keynesianismo para contener las contradicciones inherentes al capitalismo. En un nivel superficial, estas dificultades se describirían mejor con una palabra: rigidez (…). Y todo intento de superar estas rigideces chocaban con la fuerza al parecer inamovible de un poder de la clase obrera atrincherado sólidamente: de allí las olas de huelgas y los estallidos laborales del período comprendido entre 1968 y 1972» (Harvey, 2007: 167).

Hay que ubicar en este contexto mundial el levantamiento sindical del «Cordobazo» en mayo de 1969, que terminó por expulsar a Krieger del Ministerio; así como el Pacto Social que van a instrumentar la CGT y la burguesía nacional agrupada en la CGE, ya más madura que la del primer peronismo. Al mismo tiempo, la continuidad de «La Proscriptora» hacía que muchos jóvenes no vieran otra opción para el cambio social que la lucha armada, con el objetivo, en algunos casos, de rebasar al sistema capitalista.

El escenario estaba servido para el retorno de Perón y su último intento de sostener, contra viento, marea y desabastecimientos, al modesto New Deal criollo, así y todo, la más importante experiencia que se llevó a cabo para mantener al mercado embridado dentro de los conflictivos marcos de la sociedad argentina. El Estado iba a ampliar sus bases de legitimación y a intentar caminar sobre el difícil equilibrio de un movimiento heterogéneo y radicalizado a diestra y siniestra —aunque la más siniestra era la diestra—, creando las condiciones para que el capital nacional predomine sobre el extranjero y el Estado de Bienestar no deviniera en estado de malestar. Y la lucha de ese capital trasnacional y financiero por desembridarse, a su vez, se realizará mediante una historia de terror y deshumanización que sólo Karl Polanyi había sabido anunciar.

 

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